Opinión | Miel, limón & vinagre
La imaginación al Poder Judicial

El juez Ángel Hurtado, izquierda, magistrado del Tribunal Supremo / José Luis Roca
El título de Excelentísimo Señor Magistrado del Tribunal Supremo no es lo que era, por eso sus usuarios prefieren ejercer de influencers. Desde que condenó con cien años de cárcel la «ensoñación» del procés, una rebelión que casi no llega ni a sedición, la Sala de lo Penal ha introducido la fantasía en el mundo de la judicatura.
Ángel Luis Hurtado Adrián es el último producto de la gigantesca tramoya desplegada por Manuel Marchena, inductor y firmante de la imputación del fiscal general del Estado. Para aceptar que la proyección escénica del supuesto penal es muy superior al crimen en sí mismo, basta plantear una pregunta sencilla: ¿Cuántas instrucciones penales por revelación de secretos, vulgo hablar con periodistas, ha desarrollado el Supremo a lo largo de su inmaculada historia?
El debut estelar del delito revelador concede trascendencia a Ángel Hurtado en su duelo contra Álvaro García Ortiz. El juez se adentra en terra incógnita, con los ecos de quienes en mayo del 68 coreaban «la imaginación al poder judicial». Pertenece a la escuela creciente de los funcionarios que aspiran a editorialistas de ABC.
El juez Hurtado es adusto, una redundancia en su gremio, y el cóctel de sequedad y severidad que impone la formación judicial se erige como un muro contra la creatividad que demanda la doctrina Marchena. Los magistrados se han poetizado, en la senda de T.S. Eliot al proclamar en sus Cuartetos que «la humanidad no soporta demasiado bien la realidad».
Hurtado se movía más cómodo en su posición de presidente del tribunal de la Audiencia Nacional que condenó a la Gürtel. Se sumó a la doctrina de que el PP era una víctima de la banda de Correa, compartiendo la opinión de todos los españoles decentes y de Mariano Rajoy. Pese a que no consiguió librar al entonces presidente del Gobierno de un extravagante pupitre como testigo, se batió como un espadachín para impugnar buena parte de las preguntas planteadas.
Acostumbrado a juzgar, y convencido de que su promoción tardía a magistrado del Supremo por un Consejo General del Poder Judicial caducado le mantendría esta prerrogativa, el septuagenario Hurtado se ve envuelto en la misión de desarrollar diálogos jugosos como instructor de la causa contra el fiscal general del Estado. Por desgracia, el único interrogante que pudo plantear a su principal imputado fue:
–¿Va a contestar a las preguntas que yo le haga?
La negativa de García Ortiz desbarató el guion, pero las casas de apuestas ofrecen un veredicto claro sobre la probabilidad de que el juez que se negó a procesar a los verdugos de José Couso lleve a juicio al fiscal general. Cien a uno, en una estimación conservadora literalmente.
La justicia española es hoy una disciplina artística que permite alejarse de la norma, pero siempre dentro de los cauces de la originalidad. De ahí la explosiva orden de registrar durante diez horas el sanctasanctórum del fiscal general, una revolución de Hurtado tan innovadora como el manifiesto futurista.
La chispa inventiva de Hurtado le condujo a demandar los rastros telefónicos de García Ortiz desde que llevaba calzón corto, pero su mayor éxito escenográfico sigue siendo el registro. Allanar el despacho de una autoridad capital por un delito insustancial equivale a exigir el borrado de los frescos de la Capilla Sixtina para resolver un hurto, en los términos artísticos que hoy impone la judicatura. De tanto condenar a raperos, siempre se pega algo.
Enrique Vila-Matas escribe ahora precisamente sobre Leonardo que «en la propia naturaleza de la obra de arte conviven la invención y el fraude».
De ahí que un juez excepcional como Perfecto Andrés Ibáñez haya acusado con dureza a Hurtado de la inconsistencia de elevar la conjetura a categoría, en artículos como Un auto vacío de justificación. Según el magistrado que condenó a los GAL, el instructor podría llegar a autoimputarse por las revelaciones de secretos durante la investigación.
En aras de la dramaturgia, cabe ofrecer un consejo gratuito a Hurtado y demás imputadores del Supremo. No se debe investigar a los fiscales porque no son sexis, véase la predecible frustración que propició la hosca Kamala Harris. Hay que concentrarse en futbolistas, actores o incluso raperos, porque obtienen mejores audiencias (¿se pilla?).
Ahora bien, la única esperanza de García Ortiz no radica en su dimisión, sino en que cese Pedro Sánchez, momento en el que decaerán las acciones contra los allegados presidenciales. Entretanto, cabe agradecer los esfuerzos enfáticos de los miembros del Centro Dramático Supremo, pero la parroquia prefiere al original. Se llama Miguel Ángel Rodríguez.
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