Opinión | Tribuna

Franco pierde la memoria

Franco pierde la memoria

Franco pierde la memoria

La noticia saltó como un resorte flojo de un sofá viejo: el franquismo había desaparecido del currículo de la ESO. Un buen día, sin previo aviso ni ceremonia, el periodo más largo y oscuro de la historia reciente de España se desvaneció como un fantasma que, de tanto negarlo, acabó creyéndose su propia inexistencia. No es que lo hayan borrado, simplemente, no está. Como esas puertas que no llevan a ninguna parte, o esos números que se saltan en algunos ascensores porque, se dice, traen mala suerte.

Ahora, gracias a la iniciativa de los profesores de historia del IES Santanyí, se han presentado alegaciones para que el currículum de la LOMLOE reconozca lo que cualquier persona con un mínimo conocimiento histórico reconocería como incuestionable. La conselleria de Educación asegura que no es responsabilidad suya. Ellos simplemente han seguido las directrices del decreto estatal, que coloca el franquismo en la asignatura de Historia de España en 2º de Bachillerato, como quien barre la suciedad debajo de la alfombra con la esperanza de que nadie se atreva a levantarla. O como quien cuelga un cuadro perfectamente alineado en la pared para ocultar una grieta que sigue creciendo por debajo. Debe ser un asunto de logística pedagógica, como si la memoria histórica ocupara demasiado espacio en la mochila y hubiera que dejar hueco para otras cosas. Al parecer, no es relevante que los adolescentes terminen la educación obligatoria sin haber oído hablar de Franco. Total, nunca le vieron y aquí estamos.

Lo cierto es que el franquismo lleva tiempo diluyéndose, desapareciendo gradualmente de las placas de las calles y de los pedestales de las estatuas; se recuperan cuerpos que forman parte de la memoria colectiva, y todo ello representa, sin duda, un gran avance. Sin embargo, su ausencia de los libros de texto y del currículo escolar de la educación secundaria ocurre con una elegancia espectral. Se convierte en un periodo irrelevante para la formación de los ciudadanos del futuro, aunque cada vez que alguien intenta exhumarlo del olvido, se encienden todas las alarmas. Es el único dictador del mundo que parece más peligroso muerto que vivo. Mientras tanto, el Gobierno organiza un centenar de actos para conmemorar los cincuenta años de su muerte. No para ensalzar su figura, por supuesto, sino para recordar que, con su final, comenzó otra historia: la de la libertad. Lo curioso es que lo eliminamos del currículo escolar obligatorio, pero lo reivindicamos en la agenda institucional. Es una forma extraña de enterrar a los muertos: sacándolos de las aulas y devolviéndolos a los discursos oficiales.

La historia, como la realidad, tiene estas ironías. Se nos llena la boca hablando de democracia y derechos humanos, pero algunos estudiantes terminarán la ESO sin haber aprendido que durante cuatro décadas España fue una dictadura golpista. ¿Un olvido administrativo? ¿Un simple desajuste curricular? Nada que un buen comité de expertos no pueda justificar con una retórica lo suficientemente sofisticada. Pero el problema con la memoria no es solo que desaparezca, sino que, cuando lo hace, vuelve de formas insospechadas: en la ignorancia de quienes nunca oyeron hablar del franquismo, pero se atreven a reivindicarlo; en el negacionismo, que transforma crímenes en eufemismos; en el revisionismo, que eleva a los verdugos a hombres de Estado y reduce a las víctimas a meros daños colaterales; en los discursos parlamentarios que hablan de orden y progreso cuando en realidad quieren decir miedo y represión. A veces disfrazada de nostalgia, otras de patriotismo rancio. Y cuando menos te lo esperas, la historia no contada te asalta al doblar una esquina, con la camisa azul bien planchada, el paso firme y la excusa de que en aquellos tiempos se vivía mejor.

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