Opinión | Tribuna

De psicopeluqueras

Una peluquería.

Una peluquería.

De momento, aún no conozco a ninguna peluquera que además sea psicóloga. Es posible que en este mundo tan diverso haya profesionales con esta doble formación o experiencia laboral; mientras las encontramos, les ofrezco el concepto que tengo del colectivo desde hace tiempo y que de alguna manera, se aproxima al título de esta columna.

A la vez que lavan nuestras cabezas y peinan, cortan o tiñen nuestro cabello, son también esas avispadas lectoras de caras, escuchadoras discretas, refraneras oportunas, juglares del Tinder and Company, humoristas prudentes, bellezas cercanas, sabias por acumular miradas, palabras y silencios de otras, decretantes de lo permisible y lo no permisible, reglamentadoras del buen amor propio y vaciadoras de sí mismas a través del espejo de sus propias historias.

Bueno, quizás me haya excedido, puedan pensar, seguramente esté estereotipando de manera algo idealizada una profesión con siglos de antigüedad, que se remonta desde el faraónico Egipto hasta llegar incluso viralizada a día de hoy en formato Instagram o Tik Tok, a través de los coloristas, estilistas o especialistas en la cana llamados Mounir, Oliver Florido o Víctor del Valle, por poner algunos ejemplos. Son los herederos de aquellos de antaño con tintes de showman. ¿Quién no se acuerda del «Ruphert, te necesito»? Pese a que aún siguen siendo más ellas que ellos en las peluquerías, las cadenas o franquicias de peluquerías tienen a menudo el nombre masculino de su peluquero creador. En 1997 el INE llevó a cabo una encuesta de servicios personales. El objetivo era el estudio de las características estructurales y económicas de las empresas dedicadas a prestar servicios a los hogares, en las que se incluían actividades como ‘peluquería y otros tratamientos de belleza’. Más de un 80% de los empleados eran mujeres. La encuesta no se volvió a repetir y puede que el porcentaje de hombres haya subido.

Volviendo a la fama, para los que no somos del gremio, poco oímos de las peluqueras famosas, que no sean Lorena Morlote o Raquel Mosquera, más conocidas por sus apariciones en el papel couché o su participación en realities que por su labor empresarial en el negocio del corte de pelo. Que me perdone el sector por esta ignorancia, estoy segura de que hay igualmente nombres relevantes de féminas cuya visibilidad cuidando de nuestra estética capilar en los distintos medios sea menos viral y mucho más silenciosa. Quizás, eso del show business se lo hayan creído más ellos, reforzados por su incuestionable buen hacer, por supuesto, y también por el efecto opuesto de muchas mujeres, el «no creérselo», que explicaría, sólo en parte, el ya tradicional inferior acceso de ellas a los puestos de liderazgo en casi todos los ámbitos y cómo no, también en el emprendimiento y dirección de marcas de peluquería o salones de belleza con proyección nacional e internacional. Pero esa es otra cuestión merecedora de ampliar en otro artículo.

La última vez que fui a mi peluquera le dije que deberían cobrar un plus estatal por la labor preventiva que ejercen. Un ejemplo: mujeres y hombres mayores que viven en soledad, muchas veces no deseada, van a sus salones de manera regular y es sólo allí donde pueden ya no sólo hablar, sino mantener una conversación de mínimo una hora, incluso reír, mientras se mejora notablemente su apariencia física y cuidado personal. En definitiva, nos cuidan, secador en mano, a todos los que pasamos por allí dejando como resultado, aunque sólo sea por un rato, unas cabezas mejor arregladas de lo que llegaron.

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