Opinión | La espiral de la libreta

Auschwitz, 44.000 pares de zapatos vacíos

En el 80º aniversario de la liberación del mayor campo de exterminio del nazismo, aparecen síntomas preocupantes de la banalización del pasado

Auschwitz

Auschwitz / EFE

Cayó en sábado, en una jornada de frío helador. Eran más o menos las tres de la tarde del 27 de enero de 1945 cuando una avanzadilla de la 332ª división de infantería del Ejército Rojo traspasó el portalón de Auschwitz coronado por el célebre y funesto lema de hierro forjado, «Arbeit macht frei» (El trabajo os hará libres). Hablar de la «liberación» del campo es un poner porque la mayoría de los carceleros nazis se habían escabullido; las tropas soviéticas se encontraron con cientos de personas en los huesos, desnutridas y con la mente abismada en las profundidades de un pozo, despojos que recorrían las instalaciones del lager como fantasmas sin rumbo. Cuentan que el hedor era insoportable, pues unos 600 cadáveres diseminados no habían recibido sepultura. En su apresurada huida, los nazis dejaron pruebas espeluznantes de lo que había sido un complejo industrial destinado a liquidar seres humanos: 370.000 trajes de hombre, 837.000 vestidos femeninos, 6.500 kilos de cabello humano y 44.000 pares de zapatos. Todo el espanto cabe en un zapato vacío.

Solo en ese campo de exterminio, el mayor del nazismo, fueron asesinadas 1,1 millones de personas, judíos en su inmensa mayoría pero también civiles y soldados soviéticos y polacos, disidentes, comunistas, librepensadores, gitanos, discapacitados y homosexuales. Ocho décadas después de su liberación, Auschwitz sigue constituyendo el culmen del horror, el símbolo del mal absoluto, el lugar donde la humanidad se extinguió, pero aparecen aquí y allá signos preocupantes que tienden a banalizar el pasado. El hecho, por ejemplo, de que el recinto se haya convertido en un destino turístico, en una Disneylandia del Holocausto donde hacerse un selfi al lado de un horno crematorio. O bien ese gesto de Elon Musk durante la toma de posesión de Donald Trump que tanto recuerda al saludo nazi (el tecno-oligarca asegura que no, que estaba lanzando su corazón al público pero, mira por dónde, mordiéndose el labio inferior).

Decían que la Historia había concluido y, sin embargo, en el 80º aniversario de la liberación de Auschwitz, parece improbable que Binyamín Netanyahu vaya a presentarse en la ceremonia aun cuando las autoridades polacas se han declarado dispuestas a incumplir la orden de arresto que pende sobre él por la masacre en Gaza; (a pesar del desgarro, de los 47.000 muertos, las comparaciones con el exterminio nazi sobran). Tampoco a Vladímir Putin le conviene salir de casa.

Cambian los gestos, cambian los contextos, pero la raíz del problema sigue siendo la misma: el odio al otro, al diferente. Ya advirtió Primo Levi en su Trilogía de Auschwitz que la idea de que «todo extranjero es un enemigo» está inoculada en el fondo de muchas conciencias como una infección latente. Se expresa solo en actos intermitentes, sin coordinación, y no constituye en sí misma un sistema de pensamiento. «Pero cuando este llega, cuando el dogma inexpresado se convierte en la premisa mayor de un silogismo, entonces, al final de la cadena está el Lager».

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