Opinión

¿De qué estamos hablando?

Los ganadores de los Premis Ciutat de Palma 2025

Los ganadores de los Premis Ciutat de Palma 2025 / B. Ramon

Estaría bien que de los premios Ciudad de Palma de Narrativa surgiera algún día una novela magnífica. Una de esas novelas que no sólo la crítica califica de superiores, sino que, además, los lectores –cuantos más y más distintos, mejor– disfrutan con ellas y las recomiendan aquí y allá. Estaría bien que eso ocurriera y lo hiciera en castellano o lo hiciera en catalán de Mallorca, dos lenguas habituales en la ciudad, cada vez más acompañadas de un coro de lenguas sajonas, latinas y subsaharianas. Los coros, desde las tragedias griegas hasta las modernas sinfonías, siempre han funcionado muy bien. Si eso ocurriera daríamos por bien pagadas las inútiles polémicas anuales que han acabado siendo la seña de identidad –perdón por la expresión– del Premio y Gafim –que fue, con la ayuda de Llorenç Villalonga y Cela por detrás, quien creó los Ciudad de Palma– vería colmados, allí donde esté, la causa y el objetivo de su existencia. De la existencia de estos premios. Cuando las fiestas de Sant Sebastià sólo consistían en una misa mayor en la catedral y una cena en El Círculo Mallorquín donde el Ayuntamiento celebraba los premios Ciudad de Palma –mi generación aún los ha conocido así– nada de lo que ocurre ahora pasaba.

Porque una cosa está clara: si algo no parece que importe a los opinadores sobre los Ciudad de Palma de Literatura, ese algo es la Literatura, que les importa un bledo. Aquí de lo que se trata no es de la convivencia de las lenguas –que a estas alturas ya debería darse por hecha– sino del belicismo babélico y a la novela y la poesía, que les den. O lo que es lo mismo: se trata de darle nuevas vueltas a una maldición bíblica, fruto de una ofensa a Dios edificada –nunca mejor dicho– sobre la soberbia. Y de esa soberbia no veo que se esté dispuesto a salir, todo lo contrario. Cuando no opina una asociación de escritores, lo hace un partido político, o un departamento universitario, o un club de defensa del ornitorrinco rayado. Como si la cuestión fuera confundir, como confunden las máscaras, y que nadie sospeche que lo que hay detrás de tanta reivindicación es algo tan simple y vulgar como el dinero. ¡Todo para nosotros, caramba! Y nada para los otros, que viven en el error. Anatema sea para ellos y expulsión a las tinieblas.

Pero he citado la maldición de Babel y tratándose de nosotros, los mallorquines, tal vez deberíamos referirnos a otro rasgo sobre el que tanto Robert Graves como Cristóbal Serra, trataron en su literatura. El primero escribió La rama muerta del árbol de Israel. Y el segundo, siguiendo las tesis de Juan Larrea en el País Vasco, lo hizo sobre la tribu perdida de Israel. O sea, los que fueron castigados a vagar por el desierto cuando Moisés bajó del Monte Sinaí con las tablas y se los encontró en plena bacanal adorando a un becerro de oro que representaba al dios Baal. Graves se refería a los xuetes; Serra a todos nosotros: xuetes, botifarres, pagesos, mossons y tutti quanti. Y creía que esa tribu perdida se afincó en la isla para siempre y que en nuestra genética está agazapada la suya. Pero en ambas interpretaciones –en la del mallorquín y en la del galés– se esconde una maldición como la de Babel. Y en esas seguimos, adorando al becerro de oro sobre todas las cosas. La dotación de los premios en castellano no llega ni para un diente de dicho becerro, pero algo es algo y además es nuestro, deben pensar sus contrarios. Como si nadie más pagara impuestos.

Ahora bien: lo que no podemos negar es que algún fenómeno paranormal ocurre alrededor de los Premios Ciudad de Palma de Literatura. El anterior consistorio se despidió premiando un libro de poesía catalana que no era de poesía catalana sino de poesía en castellano traducida al catalán por su autor, un engaño. Y el actual –aunque, avisado por Diario de Mallorca, ya lo ha revocado– premió durante unas horas una novela ya premiada en otro certamen. Otro engaño. Por no hablar de las dificultades habituales para encontrar editor, para que los libros premiados lleguen adonde han de llegar y otras cuestiones menores que se repiten cíclicamente. Alguien se acuerda de Palma, parece, y no muy bien. Por eso y sin movernos de lo bíblico, siempre podremos decir –en una época en que la literatura importa poco y la información es otro ídolo pagano– que hemos inventado el arca de Noé de los premios literarios. Y que en tal arca unos disimulan y otros se dedican a incordiar. A este paso y por mucho que llueva, nunca llegaremos al Monte Ararat.

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