Opinión | Tribuna
«Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía» (Seneca)

Palacio de Justicia, sede del Tribunal Superior de Justicia de Baleares (TSJIB) / EP
Perdura la era glacial de la Justicia, expandiendo la congelación de sentencias, procesos, conflictos... Menuda borrasca judicial. No se atisban previsiones de deshielo a corto ni medio plazo. La glaciación se eterniza y ningún Gobierno asume su responsabilidad, a sabiendas de la certera solución. Los actuales galantean con la mediación. Los de contrario signo, lo intentaron con el látigo de las tasas y, ni unos ni otros han querido regularizar la situación con la única solución posible y efectiva, cual es la implantación de un ejército de medios humanos y materiales que puedan revitalizar la función de juzgar. Mientras tanto, ante el incuestionable desplome judicial, jueces, letrados de la administración de Justicia, fiscales y funcionarios, achican, portando una carga de trabajo inasumible y, pese a ello, los conflictos crecen y se multiplican, haciendo cierto lo tantas veces repetido: «Justicia retrasada es justicia denegada».
En este escenario, en el que los operadores jurídicos somos incapaces de aportar razones al justiciable, aparece el mezquino legislador, promulgando la reciente ley 1/2025, en la que establece que, sin mediación, los Tribunales civiles no admitirán ninguna demanda judicial. Algo similar a remitir el enfermo al curandero, impidiéndole el acceso a la sanidad pública. El inocente propósito de la mediación, del que en el pasado se obtuvo un clamoroso fracaso mediante la exigencia de la conciliación, se presenta aparentemente atractivo, pero el parecido es tan teórico como escasamente práctico, y de seguro, aumentará la litigiosidad, sin solucionar el colapso judicial, con el consecuente descrédito, al valor y pilar más esencial de un Estado democrático y de derecho, como es la justicia.
No debería existir mucha dificultad para aceptar que la obediencia de las normas jurídicas por los miembros de una Comunidad, se sustenta en obligaciones morales y, en caso de vulnerarse, el Estado da efectividad a la ley mediante el poder destinado a impedir su resistencia, de tal manera que esta máxima universalizada, se desvanece cuando este poder, que recae sobre la administración de Justicia, es tardío.
Las máximas de la experiencia nos enseñan que el litigante imprudente, insolvente, moroso, bragado, o sencillamente el que tiene poco que perder, se negará a la mediación, salvo que obtenga una reducción sustancial de sus obligaciones, que, desde luego, necesariamente, serán a costa de los supuestos derechos de su oponente. La frustrada mediación habrá alargado el conflicto, encareciéndolo, y todo ello en un marco de recelo de los ciudadanos a la mediación que, hastiados por las cargas fiscales asumidas, reclaman que los conflictos sean resueltos por los tribunales de Justicia de forma eficaz.
Esta edad de hielo judicial acrecienta la resistencia ciudadana a cumplir. Entrar en conflicto no tiene excesivas consecuencias dolorosas o costosas, con lo que un derecho, con morosa fuerza coercitiva, incrementa el acto egoísta que ignora el interés y derechos de los otros. Así crecen y se multiplican los conflictos en los tribunales y, lo más grave, invita a la contienda y provoca la quiebra de los valores morales que definen una colectividad.
Zambullirse en la mediación con miras a la descongelación judicial resulta una quimera propia de un libro de fantasías, indigna de políticos responsables, al considerar que la Justicia tiene escasa trascendencia social y política, pero que, de seguro, en el futuro inmediato tendrá mayoritaria repercusión en las relaciones humanas y, con todo, supone la expresiva demostración del más grave incumplimiento de la legalidad constitucional, que otorga el derecho de todas las personas a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales.
Una justicia efectiva podrá invitar a sistemas alternativos de resolución de conflicto como la mediación; sin embargo, difícilmente sucederá, al contrario.
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