Opinión | Las cuentas de la vida
Caminando en el norte
El recuerdo del pasado ilumina constantemente nuestras vidas

Iglesia de san salvador grandas de salime / turismoasturias.es
Una vez, hace ya muchos años, me acerqué al norte de la península. Había quedado con unos amigos que vivían en Santander para recorrer el Camino de Santiago que pasa por el interior de Asturias. Me acompañaron varios días hasta que tuvieron que volver a su trabajo. Yo me quedé solo y seguí andando durante semanas. Conocí entonces a un estadounidense de mi edad que se llamaba Leif y era de Isla López, cerca de Seattle. Era techador pero se había tomado un año sabático para recorrer Europa a pie. Le acompañé por un tiempo. Me explicó que había estado caminando por la India a los 20 años hasta que enfermó de hepatitis y tuvo que regresar a su país, y que ahora quería ir a Marruecos pasando por Lisboa. Dormía en cualquier lugar: en un patio, debajo de un puente, en la playa… Luego desapareció o quizás fui yo el que busqué otras soledades. Había también dos alemanes del este, padre e hijo, llamados Uwe y Jupp. Conservo alguna foto con ellos. Recuerdo que hablamos acerca del comunismo y de su añoranza. Era un mundo sin libertad –me comentaron–, pero más seguro, más tranquilo. Sólo ahora, treinta años después, empezamos a entender lo que supuso el desplome de un imperio. Me explicó que los alemanes del este cobraban salarios un 25 % inferiores a los de sus compañeros del oeste, incluso aunque tuvieran el mismo oficio y trabajasen en la misma empresa. «Somos extranjeros en nuestro propio país», se lamentó.
Una tarde llegué a una aldea donde sólo vivían seis personas. Ovidio tenía 62 años y me mostró los prados. Un hermano suyo sacerdote había fallecido de cáncer muy joven. Ni él ni su otro hermano se habían casado ni tenían hijos. «Cuando yo me muera, morirán los prados», me dijo. Charlamos mucho aquel día –nos acompañaba el alcohol–. Ovidio tenía los ojos tristes, azules. Al despedirnos me habló de los cuervos. «¿Te das cuenta de que nos miran?», me dijo. «Son malas bestias, alimañas». Su deseo es carne y es un deseo de muerte. Los lobos buscan matar para reafirmar la vida, por ello luchan. Los cuervos, en cambio, vagan entre los muertos, lo mismo que las sombras. «Hace unos años –me explicó– un hombre se perdió en la montaña, entre la niebla, y falleció. Tardamos tres días en encontrar su cadáver. Estaba descuartizado, sin ojos, ni entrañas, los dedos despellejados».
Otro día me acerqué hasta Grandas de Salime y me detuve en un museo etnográfico muy bonito, muy grande, sin apenas explicaciones. Casi lo prefiero, porque así uno va imaginándolo todo. El conocimiento de las cosas no ayuda necesariamente a profundizar en el misterio de la realidad. En mi diario, tengo anotado que aquella tarde dieciocho peregrinos nos reunimos en un bar. Bebimos un sin fin de botellas de sidra mientras comíamos. Ya de noche llegó un italiano que había venido andando desde Tineo. Nadie se lo creyó, pero yo sí. Tenía la cara desencajada, no enfocaba la mirada, decía palabras inconexas. Le ofrecí mi cama, pero no la quiso. Recuerdo bien que durmió en el atrio de la iglesia de San Salvador. He buscado la foto en Internet y es exactamente como la veo ahora mismo en mi memoria.
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