Opinión | Una ibicenca fuera de Ibiza
El valle inquietante

Masahiro Mori, profesor de robótica de Tokio, en 1970 planteó la gráfica de un ‘valle inquietante’. / Wikipedia
Mientras compartimos unas Guinness bajo un frío del copón, buscando cualquier otra cosa, nos sorprende alguna vieja foto en el móvil. «A ver si adivinas quién soy yo», «a ver si me encuentras», entre las caras apostadas en las dos filas de un equipo de fútbol; una de pie y enfrente otra, en cuclillas. O entre las sonrisas de esas multitudinarias instantáneas ochenteras que inmortalizaban un fin de curso, un encuentro familiar. Y nos acabamos encontrando, vaya que sí, pero no por conservar el pelazo o la cintura, sino porque uno, cualquiera, señala y grita: «¡Este! Igualito a tu hijo», o «a tu hija».
«¿Os dais cuenta? —apunto yo, relamiéndome un bigote de espuma de cerveza—. Ya no nos parecemos a nosotros, son nuestros hijos los que se nos parecen». Y recuerdo a mi amigo Luis que, muchísimo antes de que se inventara Tinder, empeñado en encontrar su media mandarina, quedaba sistemáticamente con mujeres y por no perder el tiempo, me contaba, ya en la primera cita les pedía alguna foto de sus madres porque, según él, «todas las mujeres acaban convirtiéndose en sus madres». Se ve que tras la curva de la felicidad llega el valle inquietante. Aunque lo del valle es otra cosa. Más adelante se lo explico...
Fue en el tablón de anuncios de una iglesia donde leí hace muchísimos años, entre horarios de misas y catequesis, que «Los hijos no aprenden, imitan». Y creo que es cierto. Aunque también soy una ferviente defensora de que uno educa dando lo que recibió o dando todo lo que le faltó a espuertas. Pero sí, como norma general, como punto de partida tengan presente que uno no puede decirle a un hijo que fumar está mal con un cigarrillo entre los dientes. Ahora, ¿que nuestros hijos acaban clonando a quienes fuimos mientras nosotros clonamos a nuestros padres? Tengo mis dudas que duran solo hasta que Paco nos enseña otra fotografía de sus tiempos mozos en que, claramente es este de aquí, es decir: es su hijo Bruno.
Pienso entonces en si la genética será otra de esas estratagemas de la naturaleza: dotar a nuestros hijos de un rostro lo bastante parecido como para que los encontremos preciosos a nuestros ojos. O quizá el truco sea a la inversa y reconocer nuestra enorme nariz o nuestras cejas alborotadas tanto como las suyas sea la única manera de reconciliarnos con el espejo.
Pienso entonces en las vueltas que les damos cuando nacen, rebuscando de quién es esta barbilla o ese remolino en el pelo y solo cuando el niño ha nacido feúcho, como tirando a retorcido, es cuando lo vemos claramente del otro lado de la familia.
Y pienso también en que cuando los ves ahí, tan chiquitines es imposible imaginar qué cara tendrán de adultos y sin embargo luego entiendes el camino exacto que recorrió esa cara hasta llegar donde está y hasta reconoces aquella marca de nacimiento que aún le brota en la frente cuando llora o aquel mismo hoyuelo cuando ríe.
¿Recuerdan lo de la pareidolia? Eso de ver en objetos inanimados una cara; un buzón que nos mira con asombro, un grifo que nos sonríe. Cuando nuestro cerebro, dedicado a recopilar datos alrededor, percibe una similitud, por mínima que esta sea, interpreta lo que estamos viendo como una cara o un gesto conocidos. Una herramienta muy útil en una adaptación evolutiva que requería desde las cavernas diferenciar de un vistazo un rostro amigable de un peligro. Pero como los tiempos cambian que es una barbaridad, las herramientas de detección de amenazas en los rostros cada vez más perfectos añadieron a la pareidolia una parrafada denominada ‘valle inquietante’. Las inquietudes arrancaron con el mismísimo Freud escribiendo a un amigo —porque estaría de Guinness o no pero como yo ahora con Paco, ¡con alguien tendría que compartir tanta divagación! — que más tarde recopilaría en Das unheimlich (1919), maravillado por la etimología del término en aleman donde la raíz, das Heim, que significa ‘hogar’, ‘familiar’, cambia totalmente con el prefijo de negación un, que convierte ‘lo familiar’ en ‘lo inquietante’.
Pero el término daría un giro en 1970 por Masahiro Mori, un profesor de robótica de Tokio que auguró las reacciones de las personas ante los rostros cada vez más humanos de los robots. Planteó la gráfica de un ‘valle inquietante’ donde la respuesta de una persona ante un robot con apariencia humana subiría en simpatía hasta caer en una fuerte aversión cuando su aspecto fuera demasiado parecido. Familiar, sí, pero demasiado familiar se convierte en inquietante.
Todo eso. Que no sé si será bueno o malo que ahora vean a mi hija en mis fotos en cuclillas sujetando un balón antes de un partido. Pero ni tan mal ¡porque mi hija está buenísima! Que no sé si al final los hijos aprenden, imitan o si andan, como casi todos, improvisando. Por si acaso, ¡no fumen! Y sobre todo, un día de estos tendría que llamar a Luis y preguntarle si llegó a enamorarse de la madre de alguna de sus citas. Que eso sí que es, ahora que lo pienso... inquietante de cojones.
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