Opinión | Tribuna

Imperialismo bajo cero

Donald Trump.

Donald Trump. / EFE

En 2019, Donald Trump lanzó una propuesta que dejó al mundo atónito: comprar Groenlandia. Dinamarca, que administra la isla, respondió con una mezcla de incredulidad y humor; «Groenlandia no está en venta», aclararon sus autoridades. Sin embargo, la idea ya flotaba en el gélido aire del Ártico, como si la fiebre de las adquisiciones territoriales del siglo XIX hubiera regresado, esta vez con chaquetas térmicas y drones de vigilancia. Al igual que sus antecesores, Trump resucita la doctrina del destino manifiesto, que justificaba la expansión de Estados Unidos hacia el Oeste al considerarlo una conquista inevitable. Ahora, en lugar de tierras fértiles, su vocación expansiva se dirige hacia la región ártica, donde las oportunidades están en lo que el deshielo saca a la luz. Porque cuando un imperio en declive siente frío, busca abrigo en tierras ajenas.

La propuesta de Trump no es un delirio aislado. En 1867, Estados Unidos compró Alaska a Rusia por 7,2 millones de dólares. Aquella transacción fue ridiculizada como «la locura de Seward» (secretario de Estado bajo la presidencia de Lincoln), pero con el tiempo demostró ser un negocio redondo cuando los recursos empezaron a brotar del suelo helado.

Groenlandia, la hermana mayor de Alaska, se perfila como un objetivo codiciado por los intereses geopolíticos de Estados Unidos. Lejos de verse como una crisis climática, el derretimiento del hielo ártico se ha convertido en una oportunidad económica altamente rentable. Groenlandia encarna esta paradoja: el calentamiento global que amenaza al planeta abre las puertas a la explotación de nuevas riquezas naturales que emergen al compás del deshielo. Cada trozo de hielo derretido es, en realidad, una pieza más de una economía insaciable que convierte tragedias colectivas en beneficios privados. Gracias a ella, una flota de ejecutivos e inversores, ansiosos por sacar provecho de cada rincón derretido, se prepara para brindar, indiferentes a lo que ocurre más allá de su copa, mientras el planeta se deshace a su alrededor, como un cubito que se disuelve lentamente en un vaso de whisky caro.

El interés de Trump evidencia la transformación del imperialismo actual, que ya no necesita cañones ni invasiones. Se apoya en satélites, acuerdos comerciales y bases militares. No se trata de invadir o conquistar territorios, sino de comprarlos, alquilarlos o absorberlos económicamente. De hecho, Estados Unidos dispone en Groenlandia de la base aérea de Thule, clave para su sistema de defensa. Pero la lógica imperialista no se conforma con tener un puesto de observación, que sería como tener un telescopio y contentarse con ver la luna sin aterrizar en ella. Es cuestión de controlar las oportunidades del Ártico: minerales raros imprescindibles para la fabricación de tecnología y armamento, uranio, oro, petróleo y nuevas rutas marítimas que reducen el tiempo de navegación.

La estrategia de Trump en torno a Groenlandia es una reedición del viejo sueño imperial, una maniobra geopolítica meticulosamente orquestada y camuflada bajo el disfraz de la seguridad nacional. En este escenario, Groenlandia se convierte en una casilla de Monopoly, deseada por los jugosos beneficios que promete el imperialismo bajo cero. Bajo cero, pero no congelado, porque el ansia de poseer y controlar los recursos sigue intacta. Su esencia sigue siendo la misma: la voluntad de transformar la tierra, la historia y el clima en mercancía. No sería de extrañar que, cansado del frío y el hielo, Trump se interesara por comprar Formentera, en busca de un paraíso cálido que complementara su ambición imperial.

El futuro de Groenlandia y del Ártico no está solo en manos de los habitantes que allí residen, sino también en las de aquellos que, desde el otro lado del mundo, ven en el hielo que se derrite una nueva mina de oro. O de petróleo. Al fin y al cabo, ¿quién necesita un planeta entero cuando se puede hacer negocio con sus fragmentos derretidos? No obstante, mientras la codicia mercadea con un planeta herido, la voz de Angaangaq, sabio inuit de Groenlandia, resuena como un eco urgente: «¡Derretid el hielo en vuestros corazones, porque mientras no aprendáis a derretir el hielo en vuestros corazones, el mundo no cambiará!».

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