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El Supremo trabaja a destajo

La doctrina de que el altísimo tribunal «no instruye» ha decaído, los magistrados asumen con brío y ahínco las investigaciones a altos cargos del Gobierno

El ex secretario general del PSOE de Madrid, Juan Lobato, a su llegada a testificar en el Tribunal Supremo sobre la causa contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz

El ex secretario general del PSOE de Madrid, Juan Lobato, a su llegada a testificar en el Tribunal Supremo sobre la causa contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz / Eduardo Parra - Europa Press

Tirios y troyanos andan enzarzados en sentenciar a los jueces del Supremo que han abierto causas a miembros destacados de la Administración Sánchez. La concentración en los resultados de esta actividad omite el esfuerzo incluso físico que exige una investigación. Como mínimo, sanchistas y encolerizados contra el presidente deberían coincidir en que el altísimo Tribunal trabaja a destajo. El país entero está obligado a tomar nota y ejemplo del importante auge en una estadística suprema, la productividad.

A cambio del reconocimiento a la laboriosidad sobrevenida, cabe constatar la decepción comparada de quienes fueron educados en la doctrina de que «el Supremo no instruye», ahora decaída. Durante lustros, cada ejemplo de corrupción de provincias que salpicara a un aforado se estrellaba contra este muro. Con su innegable habilidad dialéctica, los magistrados de la Sala de lo Penal devolvían los legajos al extrarradio, desde la consigna de que se necesitaba una mayor cocción antes de asumirlos. Cualquier cosa menos agarrar el toro con los cuernos, quizás porque ha cambiado la identidad de aquellos magistrados eximios pero acomodaticios.

Comparen con la actual diligencia, en todos los sentidos. El lunes a las ocho de la mañana, un periódico publica que el socialista Juan Lobato ha protocolizado ante un notario los WhatsApps que recibe ¡de su propio partido! Antes de mediodía, el después defenestrado líder del PSOE madrileño ya está citado a declarar el viernes siguiente ante el Supremo, en la causa abierta al fiscal general del Estado. Ni la Medicina de Urgencias atiende con tal celeridad a un paciente que se desangra.

El ritmo que impone Ángel Hurtado a su investigación de Ángel García Ortiz no permite vaticinar un resultado, pero se entendería la desazón de un imputado que observa el ritmo de récord olímpico de la instrucción. El fiscal general ni siquiera puede tranquilizarse con las cautelas que introduce el magistrado, ante una valoración que apunta a culpabilización. Porque «las diligencias apuntan, con un elevado grado de verosimilitud, a que, por ahora, hay una base indiciaria para presumir...». Cinco matizaciones en una sola línea, Heisenberg hablaría del principio del exceso de incertidumbre. No cabe mayor autoprotección, el autor del texto conoce la magnitud del envite.

Un ejemplo no equivale a una tendencia, pero el mismo estajanovismo se advierte en la gestión de la instrucción en el Supremo del caso Koldo García. Contiene otra excepción a la regla omisiva, y aquí sí en el territorio de la corrupción a la española que tantas horas de gloria ha dado, con sus «pagos en efectivo» a ministros y sus pisos poblados de «señoritas». El espectador de Youtube llega sudoroso al final de las tres horas de interrogatorio de Víctor de Aldama, ante la intensidad de la ceremonia conducida por el hiperactivo Leopoldo Puente. El instructor se adueña de los cuarenta minutos iniciales de interrogatorio, al contrario de lo sucedido en la Audiencia Nacional con el silencioso Ismael Moreno.

Una vez que Aldama ha sido exprimido hasta la médula bajo la batuta de Puente, el profano adquiere la convicción de que a José Luis Ábalos le sobran los motivos para sumirse en una honda preocupación. Item más, el exministro no tiene por qué ser el último eslabón de la cadena de implicados, en especial si su abogado insiste en disculparse en que «es que estoy mayor», una admisión grabada sin precedentes.

El magistrado del caso Koldo tampoco ha venido a contemporizar, ni mucho menos a enredar con una faena de aliño para devolver el morlaco a la Audiencia. Se sabe la causa mejor que cualquiera de los presentes, emplea el palo y la zanahoria con Aldama, su protagonismo reduce al fiscal a la conclusión contemplativa de que todo ya ha sido preguntado por el «excelentísimo instructor».

En otra pincelada humorística en el alto tribunal, cuando reaparecen las «señoritas» que amenizaban a los ministros con técnicas que el propio imputado se muestra remiso a detallar, el abogado de Ábalos pregunta si se trataba de una reunión de trabajo. El magistrado interrumpe al letrado, para plantearle qué parte de «señoritas» no ha entendido. El Supremo no es culpable de que la corrupción a la española se escore hacia lo carpetovetónico, en la escena descrita solo falta el José Sacristán de Lo verde empieza en los Pirineos.

Luchar contra la corrupción es un trabajo duro además de ingrato, basta con repasar los dicterios que ha de soportar la orquesta bien temperada del Supremo. El afanoso proceder del magno tribunal garantiza resultados penales en cascada, y el PP contempla con esperanza la evolución de las investigaciones fructíferas, con sus imputaciones correspondientes. Es el «p’alante» y «pa dentro» de Miguel Ángel Rodríguez. Falta aclarar si tanta intensidad será provechosa para Núñez Feijóo, que habla de «juicio» donde hay una instrucción, y de «demandas» donde hay querellas. Marco Aurelio meditaba que «es preciso mantenerse erguido, no enderezado por otros». Es sencillo adivinar el papel que desempeñan el presidente del Gobierno y el jefe de la oposición en esa disyuntiva imperial.

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