Opinión

La Supercopa de la vergüenza en Arabia Saudí

Los aficionados del Real Mallorca, en la grada del estadio de Yeda durante el partido de la Supercopa de España ante el Real Madrid

Los aficionados del Real Mallorca, en la grada del estadio de Yeda durante el partido de la Supercopa de España ante el Real Madrid / RCDM

El mallorquinismo ha regresado de Arabia Saudí con un sentimiento de gran indignación ante el acoso sufrido por los aficionados, especialmente por las mujeres, a la salida del estadio King Abdullah de Yeda, sede de la Supercopa de España. Tocamientos de índole sexual, empujones, fotografías agresivas a la distancia de un palmo, burlas, insultos y ofensivos gritos de «¡puta Mallorca!», acompañados de escupitajos por parte de la hinchada merengue saudí, convirtieron en un auténtico calvario el camino a los autobuses, como han denunciado entre otras, Cristina Palavra y Natalia Kaluzova, esposas de los jugadores Dani Rodríguez y Dominik Greif. El resultado (3-0), demasiado contundente por el juego desplegado, fue lo de menos. Los aficionados desplazados, entre lo que también había niños, temieron por su integridad ante una clamorosa falta de previsión en materia de seguridad. Por más que la Federación ha pedido disculpas al CEO del Mallorca, Alfonso Díaz, y ha asegurado que tomará medidas urgentes, se trata de hechos que podrían haberse evitado y que exigen una contundente respuesta. No fue la única escena reprobable. También en el terreno de juego se vivió una tangana al término del encuentro a partir de la colleja que propinó Bellingham a Maffeo, con el trasfondo de las tensiones con Vinicius. De momento, la única sanción ha sido para Cuéllar, el tercer portero del Mallorca, por gritar desde la grada. Aunque esté contemplado en el reglamento, no deja de ser cuando menos llamativa la unidireccionalidad de la balanza punitiva.

Además de la reflexión en torno al fenómeno global de la violencia en el fútbol, lo ocurrido en Yeda reabre la polémica sobre el sentido de celebrar la Supercopa de España en Arabia Saudí. Una competición que tradicionalmente enfrentaba al primero de la Liga contra el campeón de la Copa del Rey, y que permitía a las aficiones locales disfrutar de un duelo entre los mejores, se convirtió por los polémicos manejos de Rubiales y Piqué en un producto de mercado internacional que se vendió al mejor postor y en el que indisimuladamente se sueña con una final del clásico Barça-Real Madrid para entretener al país de los petrodólares. Por más que la Federación alegue que esos 40 millones ingresados anualmente hasta 2029 sirven para mejorar las cuentas de los equipos participantes -Madrid y Barça se llevan 6 millones por 1,5 del Athletic y 1,3 del Mallorca- y ayudan a financiar el deporte base y el fútbol femenino -curiosa ironía ante el esperpento visto-, no deja de hurtar a las aficiones locales el disfrute de un espectáculo que forma parte de su patrimonio emocional. Pierde su esencia, y lo más grave, contribuye a la estrategia de blanqueamiento a través del deporte de élite que ha desplegado el régimen dictatorial de Arabia Saudí basado en la sharía. Como la española, allá se celebra la Supercopa francesa y la italiana en Qatar, mientras que ingleses y alemanes se resisten a la tentación. Arabia Saudí, sede de los Mundiales de Fútbol 2034, ha atraído desde la Fórmula 1 a figuras como Rafa Nadal o Jon Rahm, el mejor golfista del mundo que a cambio de 500 millones de euros ha creado un suculento circuito paralelo al oficial. El legítimo interés económico que acompaña al mundo del deporte no puede quedar ajeno al perverso efecto de sus actuaciones.

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