Opinión
Sorrentiniana
Existen dos retratos literarios al aguafuerte de la ciudad de Nápoles, o Parthenope y Nea Polis como la bautizaron los griegos uniendo el término La Ciudad Nueva y el nombre de una de las sirenas fracasadas en su voluntad de seducir a Ulises. Uno es el muy conocido de Curzio Malaparte, La piel, y otro, el menos conocido, y extraordinario, El mar no baña Nápoles, de Ana María Ortese, que le supuso la ruptura con sus amigos comunistas de la ciudad, el apartheid intelectual y su salida de Nápoles para siempre, aunque ella era movediza y hubiera acabado por irse. Hay otros libros y desde Herido de muerte, de Raffaele La Capria –publicado, por cierto, en España por Parténope, editorial que dirige el poeta José Vicente Quirante, Cittadino Onorario napolitano– a la tan popular trilogía de Elena Ferrante, caben más. Pero los dos primeros están escritos por autores que no eran nativos de Nápoles: Malaparte nació en Prato y Ortese en Roma. La cosa no es tan importante, porque Nápoles –cuyo corazón último es el Vesubio– es una ciudad que te secuestra y hace suyo desde que la pisas por vez primera y, sobre todo, te hace creer que se entrega a ti y que la entiendes si no como cualquier nativo, sí casi: es una de sus máscaras, pero es una máscara perfecta y engañosa como todas las máscaras.
La Capria y Ferrante –sea quien sea Ferrante– nacieron en Nápoles. Como Sorrentino que retrata su ciudad desde la seducción y el deslumbramiento que le produce. De ella extrae la belleza, sobre todo la belleza –aunque también el humor–, pero da la impresión en Parthenope de que su retrato es por aproximación, un retrato que entra y sale pero no se queda, un retrato merodeante, sucesión de impresiones que no llegan del todo a puerto. Quizá porque Sorrentino considera inaccesible el secreto que la mantiene viva a través de todos los tiempos y así lo muestra: inaccesible. Hay un cierto constreñimiento esteticista en él y no acaba por soltarse. ¿El peso de la ciudad? ¿Su responsabilidad como napolitano? No lo sé, pero eso impide que cuando uno de sus personajes –con rasgos de Sofia Loren– la emprende contra los napolitanos en una crítica que sería adaptable, con matices, a cualquier otra ciudad mediterránea, se quede en mero histrionismo y no sea tan creíble, por ejemplo, como el retrato de Ana María Ortese –que cito ahora porque estoy seguro de que Sorrentino lo ha leído– o algunos de los retratos romanos de La gran belleza. Pero he hecho referencia a su sentido del humor: aunque pueda parecerlo, Sorrentino nunca es sarcástico; no lo es ni cuando lo parece. Sólo intenta comprender al que mira, aunque sea su opuesto y el humor, que enriquece la vida –al revés que el sarcasmo que la empobrece y empantana– es su mejor lupa. Ya saben: ‘comprenderlo todo es perdonarlo todo’ (Madame De Stäel).
Además del cronista posmoderno que ha narrado a Andreotti y a Berlusconi, Sorrentino se ha convertido en el cronista contemporáneo no sé si de Italia, pero sí de Roma y de Nápoles. Al menos lo es para los europeos que no somos italianos. Antes lo fue Fellini –de Roma y de Rímini– y los claros ecos de éste aparecen en Parthenope no tanto como homenaje sino como lenguaje deglutido y no digerido. Sí son homenajes, demasiado evidentes, un par de escenas extraídas de Visconti: el baile a tres de los hermanos y el amigo –ver Confidencias– y la fatídica relación entre ellos. En cambio, lo que hace con el escritor John Cheever –que más parece un Aschenbach hortera que el propio Cheever– no tiene nombre, por muy Gary Oldman que lo represente.
Parthenope es una película hecha para seducir a través del personaje que lleva su nombre y del que es difícil apartar la mirada y eso es lo que quiere el director italiano. Pero además del merodeo de Sorrentino hay algo que nos deja a las puertas y no sólo de su protagonista, que ya nos gustaría. Parthenope, la película, está hecha desde la revisión de la juventud a una edad que Sorrentino aún no tiene. (Como Juventud lo estaba de la entrada en la vejez). Quizá por eso, a los que sí tenemos esa edad –superada la de jubilación–, gustándonos su protagonista, nos seduzca más, no tanto la mirada de Stefania Sandrelli –Parthenope ya mayor– como, la del profesor titular de Antropología de la universidad napolitana y director de la tesis de la joven Parthenope quien, por cierto, se vuelve más seductora a medida que va madurando.
Quizá eso nos quiera decir Sorrentino: Nápoles es bella en su primera impresión, pero a medida que dejas de tomar esa impresión como la única verdadera y recorres sus cicatrices seculares, aún te gusta más porque ya la conoces (lo que ella te deja conocer). Y descubres que la belleza, en la ciudad, es sólo un complemento, un perfume, otra trampa para atraparte. Y sabe lucirla tan bien, que lo hace para siempre. La Parthenope de Sorrentino es otra de sus herencias.
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