Opinión | Tribuna
Libros con receta: salud entre líneas
Imagine un mundo donde las recetas médicas no solo incluyeran fármacos, sino también novelas, poemas o ensayos como remedios para sanar las heridas invisibles del alma. Eso es precisamente lo que propone la librería Lello de Oporto bajo el lema Lea, por su salud: que los libros se consideren una inversión pública en salud y sean deducibles en la declaración del impuesto sobre la renta.
No es difícil entender la lógica detrás de esta idea. Durante la pandemia, cuando el miedo asfixiaba y las calles se vaciaban, muchos encontraron en la lectura un refugio: un espacio donde los días dejaban de ser repetitivos y la esperanza se deslizaba entre las páginas. Leer no fue solo un pasatiempo, sino un acto de resistencia.
El simple hecho de proponer esta iniciativa nos invita a repensar qué valoramos como sociedad, a reconocer que la cultura, el pensamiento crítico y la imaginación son tan vitales para el desarrollo humano como la salud física o la educación. Es reivindicar que una sociedad que lee es una sociedad más sana, crítica y libre. Es entender que el bienestar no termina donde empieza la piel, sino que abarca lo intangible: la imaginación, el consuelo, la emoción de un párrafo bien escrito. Y si las farmacias son esenciales, tal vez las bibliotecas deberían serlo también. Porque, a veces, lo que cura no se toma, sino que se lee.
La biblioterapia, esa práctica que recurre a los libros como remedio para malestares psicológicos, no es nueva. En hospitales y centros de salud mental se emplean novelas y poemas para tratar trastornos como la ansiedad, la depresión y ciertos traumas. Leer nos permite tomar distancia de nosotros mismos, vernos reflejados en otros y, en ese reflejo, hallar sentido o alivio.
La propuesta exige un cambio en la percepción social de la lectura. Los libros, que generalmente se ven como objetos de ocio o de conocimiento, no han sido plenamente reconocidos por su capacidad transformadora en la salud mental, tanto individual como colectiva. Integrarlos en el sistema fiscal como un recurso sanitario implicaría, además, concienciar a la población sobre su impacto en el bienestar emocional y mental. Estudios neurocientíficos recientes han demostrado que leer es un acto terapéutico que reduce el estrés, mejora la concentración, incrementa la calidad del sueño y fortalece la memoria. En este sentido, los libros nos ofrecen una pausa en un mundo que avanza a un ritmo frenético: mientras las pantallas nos bombardean con notificaciones constantes, un libro nos invita al silencio; y frente a la ansiedad del consumo inmediato, nos regala la paciencia de una historia que se despliega lentamente. De hecho, una investigación de 2024 realizada por The Queen’s Reading Room concluyó que tan solo cinco minutos de lectura al día pueden generar beneficios para la salud comparables a los de caminar 10.000 pasos diarios o consumir cinco porciones de frutas y verduras.
Siguiendo esta línea de pensamiento, el proyecto Reading Well apoya a las personas de Inglaterra y Gales en el uso de la lectura como herramienta para comprender y gestionar su salud mental. A través de su página web, ofrece listas de libros recomendados, organizados por temáticas específicas, a las que los usuarios pueden acceder cómodamente mediante las bibliotecas locales.
Además, esta propuesta podría convertirse en una herramienta poderosa para democratizar el acceso a la lectura. En muchos hogares el precio de un libro sigue siendo una barrera, sobre todo en contextos de desigualdad social y económica. Si las deducciones fiscales se acompañaran de políticas como el fomento de bibliotecas públicas, subsidios a editoriales independientes y programas de lectura en comunidades vulnerables, la iniciativa podría generar un cambio estructural en el acceso a la cultura.
Sin embargo, este es el punto más delicado de la propuesta: determinar qué libros serían considerados dignos de recibir beneficios fiscales. Comparar un libro con un fármaco para el bienestar mental plantea inevitablemente la cuestión de quién tendría el poder de decidir qué lecturas son saludables, necesarias o culturalmente valiosas. ¿Debería ser un comité de expertos literarios, un organismo gubernamental o quizás un consenso entre editoriales y bibliotecas? Cualquiera de estas opciones conlleva riesgos: el elitismo de promover únicamente obras clásicas o académicas; la politización de la selección, filtrando las lecturas a través de los intereses del poder de turno; o la mercantilización, favoreciendo superventas en detrimento de obras menos populares, pero igualmente valiosas.
Esta cuestión también despierta un temor mayor: ¿sería esta selección un nuevo tipo de censura encubierta? En lugar de prohibir libros, se limitaría su acceso de manera indirecta, dejando fuera del beneficio fiscal aquellas obras controvertidas o incómodas. En un contexto de creciente polarización ideológica, el riesgo de sesgos en esta selección no es menor, y podría terminar favoreciendo las voces dominantes y silenciando las más marginales.
Quizá la clave radique en una medida más arriesgada, pero abarcadora: permitir que todos los libros, sin excepciones, sean deducibles, incluso aquellos que, por su naturaleza, exigen un análisis crítico y una adecuada contextualización, tal como sucede con las obras de arte, el cine y otros productos culturales. Al fin y al cabo, no son los libros los que deben demostrar su «saludabilidad», sino nosotros, como sociedad, quienes debemos asumir la responsabilidad de interpretar, de contextualizar y de reflexionar críticamente sobre su contenido, reconociendo que la lectura, cuando se ejerce de manera consciente y responsable, se convierte en una herramienta poderosa para el desarrollo intelectual, ético y emocional.
No se me ocurre mejor manera de concluir que recordando las vibrantes palabras de Federico García Lorca en la inauguración de la biblioteca pública de Fuente Vaqueros en 1931: «¡Libros! ¡Libros! He aquí una palabra mágica que equivale a decir: ‘amor, amor’, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: ‘¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!’. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida».
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