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A la izquierda se le mueren los votantes
El desfallecimiento progresista puede abreviarse en fallecimiento, mientras que los accesos a la mayoría de edad nutren mayoritariamente las filas de la ultraderecha
Donald Trump gana las elecciones estadounidenses cuando, despreciando a los medios consolidados y entrevistándose con influyentes digitales de audiencia juvenil, asfixia el voto Demócrata entre los menores de treinta años. La clave del éxito de un partido político consiste en dirigirse, selectivamente y con acierto, a los diferentes segmentos de edad en que se subdividen los votantes. No de 18 años en adelante, sino a partir de los 16, pensando en la próxima convocatoria.
Elegir el nicho adecuado y perseguirlo a muerte parece una estrategia política adecuada, hasta que se repara en un dilema aéreo. Los dos accidentes de aviación registrados en fechas recientes han recrudecido el debate sobre los asientos más seguros en el interior del aparato. Los expertos en seguridad recomiendan lógicamente la proximidad a una salida de emergencia. La duda surge al plantearse si es preferible colocarse junto a una puerta concreta en una apuesta definida, o situarse en la posición intermedia entre dos posibilidades de abandonar el avión siniestrado. En la traslación política, surge la fantasía de duplicar las ganancias con el mismo esfuerzo.
Siempre respetando los dictados ortodoxos, la decisión correcta a la hora de elegir el asiento ideal en un avión consiste en optar por una salida concreta y colocarse siempre a menos de cinco filas de ella, en lugar de dispersar el riesgo entre dos puertas de emergencia alternativas. En la asignación por edades de los partidos políticos, la apuesta ideal consiste en enfocar las posiciones izquierdistas hacia la juventud y las conservadoras hacia la senectud. Aunque solo sea por aplicar el aforismo falsamente atribuido a Churchill, «una persona que no es progresista a los veinte años de edad carece de corazón, una persona que sigue siendo progresista a los cuarenta años carece de cabeza».
Todo lo anterior ha volado por los aires en España. El espectro político suele medirse en horizontal, cuando debería predominar el eje vertical de la pirámide poblacional. Bajo esta consigna, no se necesita llevar a cabo una encuesta para darse cuenta de que se ha disparado la simpatía de la juventud por los pronunciamientos de extrema derecha, mientras que los planteamientos de izquierda se quedan trasnochados y atraen a los sectores provectos. El progresismo se hace conservador.
Con esta sacudida demográfica, a la izquierda se le mueren literalmente los votantes. Las defunciones que por desgracia se producen anualmente en España conllevan una pérdida del pulso progresista, en contra de lo que hubiera ocurrido cuando podía hablarse literalmente de la desaparición del franquismo. Empezando por el «hecho biológico» cumplimentado por el dictador medio siglo atrás.
Si el desfallecimiento progresista visible en la intención de voto puede abreviarse en fallecimiento, los accesos a la mayoría de edad nutren mayoritariamente las filas de la ultraderecha. Conectando de nuevo con Washington, es pomposo hablar de resurgir del fascismo, cuando se trata solo de una rabieta contra el establishment en todas sus manifestaciones. El milagro de Trump vuelve a radicar en su habilidad para catalogarse como antisistema.
El gran reemplazo de los votantes progresistas por los conservadores cursa con dos cautelas, que salvaguardan la competitividad de la izquierda o amortiguan por lo menos su derrumbe. Si hay algo que un veinteañero prefiere a votar a la derecha radical, es simplemente no votar. Se están celebrando elecciones, en España o Francia, con amplias zonas donde no se alcanza ni el veinte por ciento de participación entre los recién llegados al censo. La abstinencia política reduce la catástrofe socialista. Cabe suponer que los cerebros más brillantes del progresismo han sopesado los riesgos de despertar a las almas dormidas ideológicamente, en la famosa lucha contra la inhibición juvenil.
El segundo mecanismo de protección fue esbozado el miércoles por Pedro Sánchez, al inaugurar su esotérica campaña de «España en libertad». El líder socialista se vanaglorió hasta del aumento de la esperanza de vida, desde los 64 años del franquismo hasta los 84 que proclamó en la actualidad, «la tercera del mundo». Si ha de sobrevivir en el cargo, al presidente del Gobierno le conviene ensanchar estas optimistas perspectivas de longevidad.
Por absurdo que parezca, el mismo segmento que catapultó a Podemos se convierte una década después en la savia nueva de Vox y sus congéneres europeos. La indignación ha cambiado de bando, y la ultraderecha ha alcanzado la mayoría de edad. El tremendismo español suele atribuir estos corrimientos a errores en el discurso, incluso se interpretan en clave económica. Es más sencillo detenerse en el calendario. Los treintañeros que votaron masivamente a Felipe González en los ochenta son hoy septuagenarios. En el caso de Zapatero, le auparon los cincuentones actuales.
La edad de los votantes define su estado de ánimo, la fatiga progresista y el auge ultraconservador. Si las elecciones permitieran una brújula moral, se podría concluir citando a Yeats. «Los mejores carecen de la mínima convicción, y los peores están pletóricos de una apasionada intensidad».
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