Opinión | Escrito sin red
Invocación al espíritu de Franco
Pedro Sánchez inauguró en el Museo Reina Sofía la campaña «España en libertad» para celebrar los 50 años de la muerte de Franco. Sánchez es una reencarnación de madame Blavatsky en el siglo XXI, convocando al espíritu de Franco. Los autócratas tienen gusto por las cosas de espiritismo o brujería. Así se desarrollaba la política en Argentina en tiempos de Isabelita Perón, auscultando López Rega la brujería para mantener a los argentinos permanentemente embrujados por la magia espiritual de Perón. Así evolucionó Argentina, como la nación que concentraba a todos los psicoanalistas del mundo, o casi todos, especulando sobre el orgasmo vaginal o el clitoridiano, ¡qué recuerdos! De esas obsesiones de los autócratas participaba el primer presidente franquista tras la muerte de Franco. Un inútil llamado Arias Navarro, más conocido como el «carnicerito de Málaga» por su saña asesina contra el rojerío en la Guerra Civil. Llorando de forma desconsolada se presentó en la tele anunciando entre pucheros la muerte de Franco. Y se lanzó a la vía espiritista para presentar su programa de gobierno, que no era ni de franquismo ni de reforma del mismo. No se sabía qué diablos pretendía. Como tampoco lo sabía él, lo bautizó como El Espíritu del 12 de febrero. Con esa fantasmagoría sobrevivimos hasta que el rey Juan Carlos, proclamado dos días después del hecho biológico, se hartó y después de anunciar ante la Cámara de Representantes y el Senado de EEUU el tránsito hacia la democracia, nos libramos de esa momia presidencial y, con Suárez, la ley de reforma política y el harakiri de las cortes franquistas, llegamos a las primeras elecciones libres en 1977 y la Constitución en 1978.
La campaña espiritista se desarrollará en más de un centenar de actos por toda España. La iniciativa supone otra de las innumerables tretas con las que nuestro presidente consigue sorprendernos. ¡Celebrar la muerte de Franco, nada menos! No me digan que la cuestión, celebrar la muerte de alguien que murió en la cama después de mandar dictatorialmente durante casi 40 años es, incluso para los mayores de 65 años, esos que ya se dirigen enfocados al final, feo, inadecuado, impropio de una naturaleza templada, noble, esa capaz de atender al insondable drama de la muerte, ese que nos acongoja el alma. Si al menos se le hubiera derrocado…se podría decir que se le había vencido, como a Hitler, Mussolini, Ceaucescu…Pero no, el ganador fue él y gobernó hasta 1975 con el apoyo de gran parte del país y la indiferencia del resto. Una multitud desfiló ante su cadáver en interminables colas. Para los menores de 65, ni les digo. No puedo tener casa, formar una familia y, en vez de soluciones económicas de futuro nos entretienen con una celebración de la libertad que no es tal, pues no comenzó sino en 1977 y con la Constitución de 1978. Si es falso lo de los 50 años de libertad, ¿por qué los invocan? Para tapar la corrupción. Porque todo lo que sale de la boca de Sánchez es mentira. Es el gobierno de lo falso, de lo que no conoce límite alguno, desde la tesis hasta la antítesis y aún hasta de la síntesis.
Entonces, ¿a qué viene este espectáculo necrofílico que ha montado Sánchez? Propaganda. La necesidad de distraer al público de las asechanzas judiciales a su Begoña, a su hermano, a su Koldo, ese gigante de la militancia, a Ábalos, su lugarteniente en el partido y factótum de su Gobierno, a «su» fiscal general, ese héroe del sacrificio por la causa del progreso, esa capaz de fusionar en una misma figura al acusador y al acusado. Sánchez es como santa Rita, abogada de los imposibles. Con repugnante estrategia de resucitar los horrores de la guerra se hacía filmar en Cuelgamuros examinando restos humanos, profanándolos en su instrumentación partidista. Convoca el espectro de Franco para que se repita, ahora que pintan bastos, lo que provocó el dictador: que, por la miseria y sordidez de la dictadura, una parte de la juventud, muy pocos, cuatro gatos, con un claro espíritu romántico idealizara una república derrotada y se identificara con la izquierda democrática. Yo no conocí a nadie considerado de izquierdas hasta los diez y ocho años. Sobre la Guerra Civil y la posguerra nadie nos hablaba, era un tema tabú. Era el trauma del enfrentamiento entre hermanos que arrastraba la sociedad española. Leímos la historia de la Guerra Civil de Hugh Thomas, un libro prohibido. Leímos todo sobre la república, la guerra y la represión sin piedad de la posguerra. Nuestra meta era la Europa de las libertades, donde gobernaba De Gaulle en Francia, Adenauer en Alemania, los socialistas en Suecia, los laboristas de Harold Wilson en el Reino Unido. La España que soñamos era la capaz de superar el enfrentamiento cainita del pasado, en la que la ideología no fuera nunca más una barrera que nos separara a unos de otros. Y fue un comunista, Carrillo, quien asumió con valentía la necesidad de superar los enfrentamientos históricos con su propuesta de reconciliación nacional que asegurara la convivencia. Eso es lo que han plasmado en un manifiesto políticos, periodistas y escritores, ante la campaña de Sánchez, «un muro entre españoles y la cortina de humo con que trata de ocultar toda su miseria personal, política y moral, y la de su entorno, y cuantos procesos judiciales lo acorralan por corrupción. Quienes habían perdido la guerra renunciaron a la venganza y quienes la habían ganado, al poder que disfrutaban».
Sánchez convoca a Franco como si fuera ese demonio asirio del que una escritura cuneiforme habla: «Yo soy Pazuzu. Hijo del rey de los espíritus malignos, el que desciende impetuosamente de las montañas y trae las tormentas. Ese es el que soy». Ante ese Pazuzu cuya memoria venerarían (en la trastornada mente del tirano) la derecha y la ultraderecha de la fachosfera política, mediática y judicial no queda más alternativa ética que alistarse en las fuerzas progresistas comandadas por ese condotiero, Sánchez, que emula con audacia y coraje, sobre todo con coraje, la lucha de San Jorge contra el dragón. Enmendando a Azaña, Sánchez, con su campaña, proclama los principios que abominan de la Transición: «Ni paz ni piedad ni perdón; perdón sólo para los nuestros, piedad únicamente para los míos y paz para nadie».
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