Opinión | la suerte de besar
La Iglesia y los cubos de agua fría
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Lalachus / TVE
Mi tía Olga fue monja misionera en India y, durante más de tres décadas, cuidó a personas con lepra. Cuando la conocí ya había colgado los hábitos, pero seguía dedicada a los demás y trabajaba con mujeres presas en cárceles inglesas. Ella era mi particular fräulein María, de Sonrisas y lágrimas. Una mujer serena y muy creyente, que pasaba temporadas en casa y que me fascinaba. Hacía yoga y meditaba con una Biblia en el regazo. Decía que todas las creencias eran buenas si cultivaban el espíritu y te hacían ser mejor persona.
Olga dejó a su novio pocos días antes de casarse. Contaba que su vocación fue tan fuerte que era incapaz de ignorarla. Una noche dejó una nota sobre la mesilla y se unió a una congregación. Cuando le pregunté por qué decidió dejar de ser monja me dijo que la estructura eclesiástica acabó decepcionándola. Seguía amando a Dios, pero era incapaz de pertenecer a una organización en la que ya no creía. La Iglesia perdió a un gran fichaje.
El pasado 24 de diciembre, y bajo el lema de que nadie debía sentirse solo en Navidad, las monjas de clausura del Monasterio de Santa Isabel organizaron una comida para personas sin recursos y mayores sin familia. El menú era variado y se incluía una oferta halal para musulmanes, porque la bondad y los valores no tienen raza, género o religión superior a otra. Habían planificado oficiar una misa previa a la comida, pero el Obispado la prohibió por no reconocer el monasterio como lugar abierto al culto. Decenas de personas se quedaron sin la eucaristía por obra y gracia de una pataleta, un giro que no se le habría ocurrido ni a un guionista de Falcon Crest. Dos sentencias avalan que las hermanas de la Orden de San Jerónimo son las legítimas propietarias de ese monasterio, pero el Obispado ha recurrido ante el Tribunal Supremo y está a la espera de su aceptación. Ay, tía Olga, cuánta razón tenías cuando me hablabas de tu desamor hacia las estructuras férreas e inflexibles.
Hace unos meses, el alcalde de un pueblo abulense se vino arriba durante unas fiestas y entonó una canción que decía: «Me encontré una niña sola en el bosque, la cogí de la manita y me la llevé a mi camita. La subí la faldita y le bajé la braguita (...) La eché el primer caliqueño. La eché el segundo caliqueño. En el tercero ya no quedaba leche». Este contenido repugnantemente pederasta fue justificado por el presidente de la Conferencia Episcopal Española y arzobispo de Valladolid, Luis Argüello, que argumentó que debía contextualizarse en lo que pasa a altas de la madrugada después de haber bebido. El mismo Sr. Argüello que criticó la «banalidad que nos rodea», después de que la cómica Lalachus mostrara una estampita del Sagrado Corazón de Jesús con la cara de la vaquilla del Grand Prix, la noche de la retransmisión de las campanadas. Unos tanto y otros tan poco.
Hay gestos, algunos no muy caritativos, que son cubos de agua fría para las personas que quieren y necesitan creer. Poco antes de morir, mi tía me confesó que su gran pena fue la decepción hacia ciertos estamentos eclesiásticos. «No saben estar a la altura de la bondad». Puede que tuviera razón.
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