Opinión
El teorema de Tales

El león/fuente, restaurado, del Mas Ginesta, Viladecans, Barcelona. / ©PEDRO COLL
El chorro de agua que salía de su boca rompía en el fondo de una pileta hecha con pedazos de losa de colores azules y blancos, a modo de mosaico y, burbujeando, se escurría por el desagüe. Frente a él estaba el estanque de perímetro ovalado, de aguas verdosas, pobladas por renacuajos y libélulas, circunvalado por llamativas matas de lirios. Y había también una bancada de ladrillo, de un rojo viejo, desgastado, al pie del muro protector que circunvalaba y daba intimidad al recinto. Pinos y encinas acababan de envolver el entorno, ovalado igual que el estanque, convirtiendo el lugar en un rincón íntimo y armonioso donde charlar o leer o simplemente disfrutar de los rumores de la naturaleza.
Me sumerjo en este retrato visual que estoy intentando hacer. Ocurría aquello en una masía propiedad de mi abuelo materno en la que solíamos pasar las vacaciones de Semana Santa y algunas semanas al inicio de los veranos. Casi una vida después, conservo precisos registros de ciertos olores y sonidos. El olor del heno recién cortado, el de las rebanadas de pan con membrillo de la merienda, el del establo en el que habitaba ‘el Moro’, un caballo tan negro como grande, el del pancuit delicioso de las cenas que hacía Rosita. Y si me concentro, puedo llegar a oír el chirrido del muelle de una puerta, pintada de un burdeos oscuro, que acababa cerrándose con un clac sonoro. Veo con claridad cómo mi padre y mi abuelo juegan al ajedrez frente al ventanal y sus figuras se recortan contra la luz gris de la tarde. Y cómo, en unas vacaciones de Pascua, mi padre me explica el teorema de Tales, con la exigencia académica de alguien que prioriza el conocimiento. Y lo hace mientras el león nos observa.
Casi treinta años después, regresando de un largo viaje de trabajo que me había llevado a los Emiratos Árabes, cuando Dubai aún no era Dubai, hice una escala en Barcelona con tiempo suficiente para llevar a cabo algo maquinado desde años atrás. El Mas Ginesta, así se llamaba la finca que en ese momento ya no pertenecía a mi familia, se encuentra a media hora de taxi del aeropuerto de El Prat. Le pedí al taxista que me dejara en la plaza del pueblo con la intención de recuperar la experiencia de caminar el resto del trayecto, como si el tiempo no hubiera transcurrido. Tardé los consabidos veinte minutos. Pero el entorno ya no era el mismo, había dejado de ser un paisaje, era un mal estructurado espacio urbano. La imponente masía que yo recordaba, rodeada de campo, su línea de cipreses protegiendo la fachada siempre inacabada y el camino que llevaba a ella, flanqueado por almendros, había quedado reducida a dimensiones proporcionalmente ridículas, humillada por moles grises de bloques de viviendas. El pueblo que había conocido, de dimensiones tan humanas, se me mostraba ahora como una anodina ciudad dormitorio. Estoy hablando de Viladecans, Barcelona.
Caminé hasta encontrar el estanque. Ya no había agua en él, ni tampoco lirios, y una hiedra desbordada cubría la pared donde el león de cerámica verde resistía en mi memoria. No me costó encontrarlo, apartando la vegetación desordenada apareció embarrado, roto, cuarteado por el paso del tiempo.
A la familia que cuidaba del lugar les pedí el favor de que desmontaran aquella figura de apariencia inservible y metieran sus pedazos en una caja a la espera de que pudiera recogerlos. La escala en Barcelona no daba para más y regresé al aeropuerto con sensaciones mezcladas, un agridulce combinado de melancolía y satisfacción.
Meses más tarde, mi padre se presentó en mi estudio con una caja; había estado en Barcelona, en el Mas Ginesta. En su interior, envueltos en papel del periódico La Vanguardia, se encontraban doce pedazos del león. Encargué su restauración a un reconocido especialista del Museo de Mallorca, alguien experto para el que aquello no tenía que ser un trabajo complicado. Casi un año después, nadie nos perseguía, me lo entregó como nuevo. Desde entonces, el león, que había recuperado su aspecto imponente, vive una vida tranquila. Ha dejado de trabajar, se jubiló, ya no echa agua por la boca. Descansa en una pared, junto a unas estanterías que soportan algunas de las cámaras que han marcado huella en mi devenir profesional. A diario cruzo mi mirada con la suya varias veces. En este momento, mientras escribo estas líneas, sé que me está observando. Me conforta su compañía.
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