Opinión | en aquel tiempo
Esa necesaria esperanza
Seguramente, las fiestas que nos ocupan han merecido algunas informaciones en los medios de todo tipo. Es de agradecer porque forman parte del «depósito ciudadano» europeo y no menos español. Pero una cosa es informar y otra muy diferente es reflexionar sobre el significado religioso y cívico de los acontecimientos celebrados. Entre tanto Papá Noel, euforias consumistas y reuniones empresariales y familiares de toda naturaleza, y que son estupendas, corremos el peligro de olvidarnos de lo que históricamente concita tanta euforia y no menos satisfacción. El hecho mistérico e histórico del Nacimiento de Dios en la carne de un niño palestino hace nada menos que veinte siglos y algo más. ¿A dónde nos lleva esta conmemoración que atraviesa el cuerpo de los cristianos pero también de las sociedades en todas sus dimensiones? Respondo sin lugar a dudas: a la esperanza.
La razón es muy sencilla. Ese pequeño palestino, cuando se desarrolle en edad y en sabiduría, y sea capaz de modificar la concepción del ser humano hasta convertirlo en «sujeto de derechos» inalienables, tal es la contundencia de las llamadas «bienaventuranzas», ese pequeño palestino abrirá nuestro futuro con una llamada imperiosa a la eternidad, que hemos convenido en llamar «vida eterna». De la que hemos decidido mantener casi en secreto, toda vez que nos hemos instalado en la finitud. Es decir, el hombre Jesús, como Cristo de Dios, nos dirá que quienes han resucitado con él, le acompañarán en ese ámbito en que Dios, de forma definitiva, será todo en todos. Así, surge en la historia la esperanza como gran aportación cristiana, útil para todas las construcciones sociales. Sin esperanza en algo y en alguien que fecunda en nosotros la utopía como estructura existencial humana, sin esperanza toda utopía es invisible y casi estéril. De ahí, tantas depresiones como nos invaden. Pero resulta que una de las palabras que hemos borrado de nuestro vocabulario es precisamente «utopía», y la hemos sustituido por «compromiso», que no es lo mismo. Sin utopía, el compromiso humano discurre hacia la nada. Se vacía de sentido, y nos abocamos a la desesperación. Al fracaso.
Francisco, que es uno de los personajes públicos de mayor olfato y además una cierta desfachatez, tras el Sínodo de la Sinodalidad, decide convocar un Año Santo para situar en el punto de mira universal la esperanza. De esta manera, no solo marca el camino religioso para los creyentes en Jesucristo (aquel niño palestino), porque también invita a cualquier sociedad que se tenga por fraterna, a trabajar para redescubrir la urgencia de situar la esperanza como motor verdadero del «cambio histórico» del que venimos discutiendo hace años. Desde el Vaticano II y desde los grandes movimientos sociales de los sesenta. Esto de golpear una puerta vaticana, y otras tantas semejantes, puede parecer una acción sin relevancia, pero encierra todo el sentido actual de una fe que, mediante la fraternidad, se hace radical esperanza entre los individuos y entre las sociedades. Por lo menos, eso pretende ese hombre tan discutido por unos y por otros por la sencilla razón de que mete el dedo, con descaro, en las cuestiones que nos interesan. Otra cosa es que pasemos de Francisco como un protagonista molesto en un mundo turbio y oscurecido.
Cerremos esta reflexión cristiana con un detalle entre filosófico y no menos creyente. La esperanza se elabora en la espera, lo que se da de bruces con las urgencias inmediatistas del pensamiento y praxis actuales. Esa espera esperanzada no se realiza pulsando un botón. Requiere tiempo, paciencia, y sobre todo, reflexión. Por esta razón, pienso que nuestra esperanza necesita un cambio de orientación existencial, transitando desde la inmediatez a lo procesual. La esperanza no surge esperar desde la utopía. Que para un creyente, es ese sexto sentido que conduce su fe hasta la eternidad. Las cosas son así. Gustará, no nos gustará, pero son así.
Hay que ver la que ha organizado el pequeño palestino de hace veinte siglos. Claro ese pequeño palestino en quien se encarnó Dios mismo para evidenciar la posibilidad de «vivir esperanzados» a pesar de los eventos dolorosos de la vida, que en ocasiones nos parecen definitivos. Pero no lo son. Porque más allá del dolor como también condición humana, estamos abiertos a una «espera esperanzada», que nos llena la existencia de sentido. Sobre todo si esa espera está fundada en el ejercicio de la fraternidad.
Cuando vamos más allá de las apariencias festivas navideñas, y reflexionamos despacio descubrimos esta frecuente realidad. Después, cada uno resuelve su vida como quiere y como puede. Y en éstas, nos encontrará el nuevo año, que comenzamos ayer mismo. Y que ojalá sea feliz… en la medida que sea esperanzado.
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