Opinión

Otra ruta de los canguros

Cuando me marché a estudiar a Barcelona, lo hice con un libro de poemas bajo el brazo y la recomendación de Guillem Frontera para que visitara de su parte a Esteva Busquets, el marido de Esther Tusquets. Se trataba de llegar, vía Busquets, a José Batlló, que dirigía la colección de poesía El Bardo. Dicho y hecho. La visita a casa Busquets-Tusquets en La Bonanova, con Milena niña –hoy la afamada autora de También esto pasará– durmiendo en la habitación de al lado, la conté aquí cuando murió Esther Tusquets, y la amabilidad del matrimonio surgió de que yo era un amigo ‘del Guillem’. Lo de El Bardo no salió bien.

En aquella época –nos recuerdo ambos charlando en la barra de El Sot, un pub de la calle Diputación al que me llevó él por vez primera–, Guillem Frontera abriría un bar en Génova, ‘El Pou Bo’, y nos hizo subir a todos –cuando recalábamos en Palma en Navidad, Pascua y verano– a la barriada que se cita al comienzo de Mort de dama. Climent Picornell, socio tras la barra, estaba al mando de la música y de la generosidad en las copas. Del Pou Bo recuerdo sus dípticos de literatura en cartulina marrón y tipografía negra, varias noches muy divertidas, otras memorables que no he de olvidar jamás, también las veladas que siguieron a la muerte de Franco y la primera ‘instalación’ artística de la isla, cuando una tarde se presentó Miquel Barceló con un saco de cantos rodados, y los arrojó sobre la escalera que conducía al bar.

Tiempo después –1979, yo tenía 23 años y acababa de regresar a Mallorca– Guillem Frontera me preguntó si le traduciría su novela La ruta dels cangurs al castellano y no lo dudé. Había leído el libro de una sola sentada: nunca, antes de leerlo, pensé que Chandler pudiera pasar por Mallorca y que funcionara (y vaya si funcionaba). Recuerdo que Frontera vivía en una casa de La Vileta con jardín grande y un ca de bestiar y yo lo visitaba a menudo. Recuerdo charlas matinales en su luminoso estudio-biblioteca, entrando a mano izquierda. Recuerdo algunas cenas con él y Barita, su mujer, y entre muchos otros, un cuadro negro de Joan Palou en lo alto de una de las paredes de aquella casa. Es el cuadro que recuerdo ahora, junto con otro de Gerard Matas, muy hermoso. Y recuerdo, años después, unas palabras suyas en un bar de Palma, sobre convivencia y compañía, y es gratitud lo que queda hacia ellas. Cuando Frontera bajaba la guardia, tenía una habilidad natural para llegar a su interlocutor. Y cuando desenfundaba su desconfianza mediterránea, vieja como la isla donde nacimos, solía acertar en la diana. Recuerdo que al comentarle la, digamos, inesperada deslealtad de alguien a quien había hecho un favor de los que se hacen muy pocos, sólo me dijo: «O no saps, Llop, que els favors se paguen?»- Y al girar con su tono de voz el sentido tradicional de «los favores se pagan» me pareció, durante unos instantes, un estoico recordando lo que no se debía hacer. Como en otra ocasión, avisando de un peligro: «els mallorquins sempre patirem la tensió entre paisatge, bellíssim, i paisanatge, que no ho és gens».

Para los de mi generación, Guillem Frontera era en los 70 el novelista por antonomasia. O dicho de otro modo: Llorenç Villalonga era la gran dama de la literatura mallorquina y el gran Baltasar Porcel –mayor que Frontera– se había ido a vivir a Barcelona: ya saben qué ocurre con los que se van. Por tanto, cuando a los dieciséis años salí a la calle había bastantes poetas, pero el novelista de la generación inmediatamente anterior a la nuestra era él y Els Carnissers tenía la culpa. Una culpa a compartir con su chaqueta de cuero negro, cierto aire de duro amable con fondo ácido y algún viaje a Argel, con el que los más jóvenes fantaseábamos. (Años después lo recuerdo en la fiesta de mi boda, la mesa de Frontera con otros escritores amigos: Eduardo Jordá, Enrique Juncosa, Biel Mesquida, Valentí Puig y Guillem Soler. 1985: Tempus fugit).

Todo acaba siendo literatura para un escritor y el tiempo de Guillem Frontera también. Si desean revivirlo, no se pierdan Paisatge canviant amb figura inquieta, libro-entrevista a dos voces –él y Pere Antoni Pons–, que ahora también puede leerse como el testamento de un ser querido: metamorfosis de las páginas al desaparecer su autor. Cuando un escritor ya es tiempo, llegan las memorias: las explícitas y las que se esconden en sus libros de creación. En Paisatge canviant amb figura inquieta, hallé en su día el tiempo del que hablo aquí y el tiempo, después, que Guillem Frontera y yo apenas compartimos. No lo necesitábamos: tuvimos la literatura –y la memoria de lo vivido años atrás– y ahí nunca dejamos de encontrarnos. Recuerdo que, durante su lectura, Frontera y yo volvimos a ser jóvenes y a estar juntos en la ciudad que ya no es, en la isla que tampoco. Y es un recuerdo hermoso.

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