Opinión | La suerte de besar

Un artículo egoísta

Un artículo egoísta

Un artículo egoísta / Ingimage

En las situaciones de máxima vulnerabilidad es donde más se sufren las desigualdades sociales. Y es allí donde los servicios públicos tienen más retos que afrontar. Estoy muy agradecida a la sanidad pública porque iguala las oportunidades de diagnóstico y tratamiento. Ante una misma dolencia, se supone que alguien con mucho dinero y otra que no llega a finales de mes recibirán el mismo trato. La equidad tranquiliza. Igual que saber que se puede acceder a estudios superiores públicos o que podemos llevar a nuestros hijos pequeños a una guardería, para poder cumplir con nuestra jornada laboral. Si no existiera ese recurso, muchas madres se verían obligadas a renunciar a su trabajo para ejercer de cuidadoras o deberían someter a los abuelos a una sobrecarga de responsabilidades.

Esta semana he escuchado a un grupo de personas con discapacidad intelectual y distintas necesidades de apoyo explicar cómo les gusta ser tratados. El equipo va a los centros de salud que lo solicitan y cuentan cómo agradecen que, a la hora de preguntar por los síntomas, los facultativos les miren a ellos y no a sus acompañantes, usen palabras entendibles, no les infantilicen, les expliquen el tratamiento de forma sencilla o que, simplemente, les traten con respeto. Desean un trato educado, empático y amable. Yo, y seguramente tú, también. En todos los ámbitos, pero, sobre todo, en aquellos en los que nos sentimos (y somos) más vulnerables.

Pienso en la historia de una hija que ha denunciado recientemente el maltrato que ha recibido su madre en un centro sociosanitario en Barcelona. Una señora que se rompió un hueso y que, como no podía permitirse el lujazo de pagar el sueldo de alguien que le cuide en casa, tuvo que ingresar en un centro para su recuperación. Alguien a quien, pese a no necesitarlo, han tratado de ponerle un paquete para evitar tener que acompañarla al lavabo. O a quien no le han dado el analgésico porque no tenían tiempo para machacarlo y les daba miedo que se atragantara. La misma señora a quien no sacaron ni un solo día a un balcón para que le diera el sol y quien, si no fuera por su hija, no habría salido de su habitación.

Este periódico recogía esta semana un informe sobre la falta de recursos en las residencias, mayoritariamente con plazas concertadas. Precariedad que se traduce en que hay residentes que se quedan sin comer porque nadie puede ayudarles, que se caen frecuentemente porque nadie puede estar pendiente de ellos o que no reciben una ducha diaria porque no hay manos suficientes. Estoy convencida de que casi todos preferirían estar en su casa, atendidos por profesionales, pero eso es económicamente inviable para la mayoría.

Éste es un artículo egoísta porque pienso en mí. En qué será de mí cuando me haga mayor. En quién me cuidará. En quién me mirará a los ojos y me escuchará. En quién protegerá mi autonomía y dignidad. En quién luchará por evitar un maltrato sistémico y sutil que se da en muchas residencias, en las que la gente calla por miedo. Porque se sienten (y lo son) vulnerables y porque, de momento, no hay Administración que se arremangue de verdad y se tome en serio el drama de no poder envejecer de forma honrosa. Una gran miseria.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents