Opinión
El susurro de la seda
Ahora que se aproxima Navidad no estaría nada mal pedir el don de que nuestra sociedad echará a la hoguera su tejido áspero y colocara en su lugar sedas delicadas, sobre las que pudiéramos escuchar los sonidos susurrantes de la esperanza, de la Paz y, sobre todo, del respeto mutuo
Años ochenta. Tierra de Fuego. Y de pronto, un estremecimiento, un resplandor policromático, y por primera y única vez contemplé una aurora boreal. Quedé paralizado por la emoción: era como si la tierra se hubiera convertido en una de esas pinturas impresionistas pero trucadas por un esplendor barroco. Cuando me repuse percibí que mis acompañantes parecían estatuas, completamente entregados al fenómeno celestial. Y me inundó una felicidad inesperada. La que produce un shock de belleza en estado puro. La perfección posible en un ser humano. Cuando desapareció, se hizo un silencio absoluto, como si el horizonte se hubiera vaciado de sus habitantes y la nada se impusiera en el límite del mar. Nunca lo olvidaré.
Resulta que, hace unos días y en El País, aparecía una entrevista a José Luis Rivera, que se autotitulaba «cazador de auroras boreales», detalle que me llamó poderosamente la atención. Y confieso que sus comentarios al respecto me han permitido definir más y mejor mi experiencia ya comentada. Dice Rivera que cuando acontece una aurora boreal, se escucha un sonido misterioso parecido a un chasquido eléctrico, y añade que «varias personas lo han comparado al susurro de la seda». De esta definición deseo escribirles en este momento del «susurro de la seda» como referente de nuestra situación española y mundial. Aunque parezca mentira.
Supongamos que nuestras sociedades fueran de seda. Tersas. Suaves. Dispuestas a la caricia sosegada y placentera. Entonces nos gustaría pasar nuestros dedos sobre esa superficie amable y serenante. Las amaríamos. Y emitiría susurros deliciosos, con los cuales poder construir algo hermoso, convivencial, pacífico. Hagan la prueba sobre algún patrón sedoso y lo comprobarán. Claro está que nuestras sociedades ni son de seda ni emiten susurros. Son de arpillera y emiten sonidos estridentes, hasta taparnos los oídos. Pero, ¿Y si por unos momentos se diera el milagro de que se convirtieran en extrañas auroras boreales y pudiéramos deslizar nuestros dedos sobre sus susurros sedosos, hasta morir de satisfacción? ¿Podría darse?
Seguramente algunos lectores, y todavía más, algunas lectoras, más sensibles e intuitivas, responderían que en absoluto. No está el horno para bollos y no convirtamos el infierno social en benéficas auroras boreales. Y de susurros de seda, nada de nada… aunque vaya usted a saber, porque desearíamos que fuera posible. Sin embargo, por ejemplo, si contemplamos el cotidiano espectáculo de nuestros coloquios parlamentarios, de nuestros incultos políticos, y de esa jerigonza de agresiones impresentables de todo tipo, resulta que de seda es imposible hablar y los susurros se convierten en alaridos sangrientos sobre una superficie de odios y de venganzas. Extiendan la reflexión a la vida internacional y comprobarán que es lo mismo de lo mismo. Con la excepción, tan francesa, de la nueva Notre Dame, a cuya presentación en sociedad nuestras autoridades estuvieron ausentes. Todo un síntoma de nuestra percepción europeísta es decir que, dándonos perfecta cuenta, queremos marcar distancias y jugar en varios y variados frentes. Entre ellos el del señor Maduro o del amigo marroquí. Mientras franceses y alemanes le ven las orejas al lobo, y comienzan a olvidarse de los susurros sedosos. Ya ven por donde caminamos, mientras Albares critica a la Casa Real porque se le han pasado por alto. Nunca mejor dicho.
Ahora que se aproxima Navidad como Natividad de un Dios que aparece en un bebé indefenso, sencillo y entregado a cualquiera que le solicite audiencia, no estaría nada mal pedirle el don de que nuestra sociedad, por una especie de milagro navideño, echará a la hoguera su tejido áspero del que solamente salen gritos insultantes, y colocara en su lugar sedas delicadas, sobre las que pudiéramos escuchar los sonidos susurrantes de la esperanza, de la Paz y, sobre todo, del respeto mutuo. Que hayamos, en muchos casos, dejado de lado a Dios y su Misterio, parece que no tenga consecuencias. Pero, en el declinar de la vida, uno alcanza la convicción de que, al haberlo hecho, nos hemos quedado sin posibilidad de sedas societarias, entregados a nuestra pasión dominante: el dinero puro y duro. Aunque lo disfracemos.
Soñemos con alguna aurora boreal que nos saque de tanta inmediatez y vulgaridad. Coloquemos telas de seda fraternal en el quicio de nuestras vidas. Solamente entonces, conseguiremos esos susurros de seda tan necesarios para esa paz social y coloquial que necesitamos. En cualquier caso, y si fuera necesario, viajemos a cualquier lugar en que escuchar ese sonido misterioso del que sale en lienzos de seda susurrante. Es posible.
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