Opinión | Las cuentas de la vida
Sociedades rotas
Con la fractura social que se expande por las ciudades, también las sociedades se rompen
Hace exactamente una década, publiqué un artículo en este periódico titulado El compás abierto de las ciudades. Al releerlo, me sorprende que aún hoy podría firmarlo; no sólo porque el mundo no haya cambiado tanto como a veces pensamos, sino también –y quizás eso es lo grave– porque los problemas siguen siendo los mismos. «Abramos el compás para tomar perspectiva –escribí entonces–, de España a Europa, de lo local a lo universal. Londres, Berlín, Frankfurt, París, Milán, Estocolmo: el futuro pertenece a las grandes ciudades que conforman lo que algunos sociólogos han descrito como una «geografía de la inteligencia»; smart cities, clústeres de I+D, epicentros de un networking global que se expresa en inglés y cena en los Melting Pot de la guía Michelin». Y proseguía: «El superávit chino ha sostenido el equilibrio financiero de un Occidente cada vez más endeudado y envejecido. Algunos incluso hablan de Europa como de un geriátrico cultural – un Disneyworld del arte–, frente a la innovación americana y a la producción made in Asia. Por supuesto que no es así; o no sólo así, quiero decir. A la Europa aletargada de la Unión, se superpone una red de ciudades abiertas que se reinventan a sí mismas, que piensan en términos globales y cooperan entre ellas con independencia de lo que dicten las burocracias. Son urbes mutantes de un difuso izquierdismo moral, ecológicamente sostenibles y que viajan en el puente aéreo de las low cost. Si la civilización representa la escala humana de la democracia, las ciudades constituyen la escala humana de esa nueva modernidad alimentada por la inmediatez virtual de los tuits».
¿En qué hemos cambiado hoy en día? Se diría que en nada (o en casi nada). La topografía sociocultural de las ciudades define nuestro futuro, pero también pronostica nuestros problemas. Si las ciudades se fragmentan; si surge una nueva clase social empobrecida por los salarios precarios, el paro estructural, la escasez de vivienda o la concentración de la riqueza en manos de los grandes tenedores; si las ciudades de éxito representan la nueva línea Maginot de la ruptura social, entonces cabe preguntarse qué sucederá con las naciones. Eso, a grandes rasgos, es lo que yo decía entonces y que podría repetir ahora bajo el formato de un drama europeo. ¿Nos sorprende acaso el malestar social, el retorno de los populismos, los zigzagueos repentinos –a derecha o a izquierda– de un discurso político incapaz de proponer soluciones realistas para el futuro? Hace una década, los dos vectores que conducían la política española hacia el populismo eran una formación emergente de extrema izquierda llamada Podemos y la mutación independentista del nacionalismo catalán. Ambos movimientos respondían a una época concreta y colapsaron con la misma. Hoy, sin embargo, Occidente sucumbe a unas tentaciones populistas de signo opuesto: la derecha dura, por un lado, y la atracción autoritaria por otro. Pero la realidad de fondo sigue siendo la misma. Las oportunidades se concentran en unas ciudades que expulsan a los jóvenes y a las familias. La vieja geografía rural se vacía a la espera de unas oportunidades que no llegan. El envejecimiento demográfico esquilma las arcas públicas, a la vez que refuerza los intereses de determinadas masas extractivas, por utilizar un término acuñado por el catedrático Benito Arruñada. Con unas pocas excepciones, las empresas europeas no han dado un salto a la economía digital, mientras los grandes flujos de inversión se dirigen a otras latitudes. Las ciudades rotas son también las naciones rotas. Nada ha cambiado, aunque todo lo haya hecho a su vez.
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