Opinión
El hombre de Estado, que dijo basta
Llanero solitario, nunca se escondió en el grupo ni fue hombre maledicente; los peligros los afrontaba solo, reforzando esa alegría con una sonrisa contenida

Manuel Marchena. / EFE
Aunque su modestia desmoche elogios hiperbólicos, por muy ajustados que estos sean, un ejercicio cauto del lenguaje marca pautas de contención inevitables a la hora de describir virtudes reales y verosímiles.
Tengo entendido que, antes de poner rumbo al andamio, arranca el día con un desayuno de manzanas en abundancia. Constante en lo que hace —nada 1.500 metros en una piscina castrense y camina una media de 8 km diarios— todo parece indicar que está en forma para aguantar lo que venga.
Su vida privada, junto a una vizcaína inteligente y pilar esencial en su existencia, ha sido tan armoniosa como su estado de ánimo, con una declaración de principios esplendente: «el matrimonio consiste en una verdadera relación de amistad con momentos eróticos».
Se trata de un fotógrafo con una capacidad asombrosa para leer lo que tiene delante, revelar el alma y evocar emociones. La atmósfera creada es verdad, no impostura; es hija de su carácter.
Por altas que fueran las horas de madrugada, no perdía pie mientras escribía con música de fondo. Melómano aficionado a la ópera, compadreaba en Spotify con obras maestras de la música.
Durante un espacio de tiempo se subió al cuadrilátero de la opinión, como editorialista de un grupo de comunicación, con ramales regionales. Escoltado por una sintaxis perfecta y un significado lúcido, ahí aparecieron las primeras lisonjas, efluvios para un lector empedernido: «Tiene una pluma magistral».
Llanero solitario, nunca se escondió en el grupo ni fue hombre maledicente; los peligros los afrontaba solo, reforzando esa alegría con una sonrisa contenida.
Desde el optimismo emocional, su personalidad compasiva puede resultar desagradable entre los trajes grises de la burocracia y para quienes, con su sentido del humor, es un enemigo merecido.
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Para el que nunca se acostumbró a las trampas del poder, estar cada día en el lado correcto de la ley ha sido la oportunidad —no, un deber— de ser el cemento que ha mantenido unida a una estratégica sala del Alto Tribunal.
Quien señalado como ejemplo en la defensa de la independencia judicial, tras un anuncio precipitado y un malhadado wasap —que atentaba contra la dignidad del TS, la Sala del 61, la Sala Segunda y del propio Consejo— reivindicó su soberanía, lo hizo renunciando a la cima de la carrera judicial, un puesto que le pertenecía por derecho propio y que se esfumó por culpas ajenas.
Con su desistimiento, desbarató el reparto entre los partidos canónicos y salvó a la Justicia del descrédito abriendo, de par en par, la posibilidad de revisar el sistema de elección del gobierno de los jueces. Entonces fue cuando dijo basta.
Como estaba previsto antes de su nombramiento fallido, pilotó el juicio y la sentencia decisivos: el procés. El último gran ejemplo de estabilidad institucional.
En los 52 días que duró el juicio —bajo el escrutinio constante de las cámaras de televisión— supo crear una atmósfera a su alrededor que, en algún momento, le otorgó un indefectible tinte mítico. En la arrolladora exposición de un caso, razonaba con dialéctica aplastante y suaves acelerones. A veces, desde lo solar y luminoso, su interlocutor desaparecía del severo escenario de las Salesas.
Aunque la sentencia no agradó a las partes implicadas, siempre es importante ver cómo quedan las cosas una vez que el polvo se ha asentado.
En un país perplejo y ensimismado, embridó pulsiones emocionales, en la búsqueda de la unanimidad (no hizo nada que no estuviera respaldado por los seis miembros restantes del tribunal) y mantuvo a la Sala unida.
Se sirvió de un adjetivo (ensoñación) para compendiar que todo había sido un gran engaño, y para la condena se optó por un tipo penal (sedición), basándose en que el levantamiento perseguía «con absoluta deslealtad», un «desplazamiento del orden constitucional» y una declaración formal de la independencia de Cataluña.
La postura de la Fiscalía (rebelión) fue más fácil de entender, pero no se rindió.
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Le ha tocado, y ha sabido, escuchar a gente desazonada y detectar sus ansiedades: desde el cambio tecnológico (la Inteligencia artificial), al desorden social. Maestro en el arte del trato, se refirió a sí mismo —con ironía— como el equivalente político de un consejero matrimonial.
Sus armas: la inteligencia y el sentido del humor que, a los que no lo tienen (me ahorro las negritas), tanto les descoloca. Como equipaje, un mohín a media asta, que subraya alegría de vivir y, al cogerte del brazo, sabes que estás en territorio amigo y que eso va a ser para siempre.
Agradece apasionadamente el hecho de estar vivo y lo hace —cuando la considera necesaria— en su generosidad con los demás, ya sea el prólogo de un libro, una presentación, una visita a alguien en los estertores finales o en su forma de vivir el amor.
Polifacético, abstemio, viajero, riguroso, divertido, irónico, docente, taurino, honesto, liberal de creencias y costumbres…un hombre de Estado, orgulloso de su independencia que —de forma reiterada— ha renunciado a ser presidente del Supremo y del Consejo General del Poder Judicial.
Se trata de un juez justo y de una independencia granítica, con pensamiento propio, que no se deja utilizar, sobre el que a uno algún día le gustaría escribir un capítulo de su novela particular.
Dicen que es conservador pero no es un hombre conservador, es un hombre conversador.
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