Opinión | Una ibicenca fuera de Ibiza
Dar las gracias
Para cuando el lector tenga estas letras entre sus manos ya habrá pasado pero están escritas al albor de lo que los estadounidenses llaman Thanksgiving, traducido aquí como ‘Día de acción de gracias’, aunque es una traducción esta que no me gusta mucho. Más adelante se lo explico.
Quiso el azar —y ninguna otra cosa— que haya pasado no uno, sino dos Thanksgiving en Estados Unidos. Pero olvídense de la postal de una hospitalaria familia acogiéndome en su casa con una mecedora en el porche y un pastel de manzana en la ventana para compartir con esta desvalida extranjera pavo, paz y amor. Muy al contrario, esta vida —empeñada en que escriba— me dejó colgada primero en un pueblo miserable denominado Garberville en el condado de Humboldt en el estado de California y del que solo he vuelto a escuchar por una serie documental llamada Murder Mountain: Welcome to Humboldt County (Montaña de los Asesinatos, Bienvenidos al condado de Humboldt) donde se narraban precisamente los intrigantes crímenes sin resolver en una tierra de ranchos que en el último censo sumaba 913 habitantes. Cerraban por festivo el par de restaurantes y el único supermercado y me tocó esperar al autobús que me llevaría de madrugada a Martínez de donde iría en tren a Oakland en la plaza que atraviesa la Church Street. A pesar del nombre, no había church (iglesia). Algún vecino la había incendiado furioso con que la casa del Señor fuera también la parada donde los muchos adictos al crack recibían su única comida del día. Con la iglesia reducida a cenizas compartíamos ahora una plaza; ellos, esperando un bote de alubias y yo, el 6316.
La segunda fue también tratando de largarme de una pequeña ciudad llamada Eddyville en el condado de Lyon en el estado de Kentucky. Solo encontré en el festivo que ya sabía en mis carnes que bloquea al país un motel de mierda a medio camino a Paducah de donde volaría a Chicago, y desde allí a Portland, en Oregon. Y lo reservé a pesar de todas las opiniones escritas por los huéspedes anteriores que se resumían en «¡Por lo que más quieras, escapa de ahí!». Peor, era mucho peor. Pero como tampoco encontré un taxista que me llevara al aeropuerto soborné al mismo recepcionista fumado y único ser humano a la vista a cambio de acercarme él.
Y si en este punto de las letras el inteligente lector piensa que tengo un mal sabor de boca del —puñetero— Thanksgiving, que sepa que se equivoca. Y hay un porqué. Si como he dicho ya fue de lo más inesperado pasar, no uno, sino dos Thanksgiving en Estados Unidos, más improbable todavía fue el pasarlos con uno de mis muchos hijos. A estas alturas del partido. La primera vez porque era yo la que andaba de aventuras dejando a todos mis vástagos, supuestamente, encarrilados, cuando uno me llamó. Una llamada de esas rutinarias entre madres e hijos hasta que al preguntarle cómo estaba; de verdad, de verdad cómo estaba, se derrumbó —cosas del directo— y lo zanjé con un «¿Te parece si te compro un billete y vienes, conmigo, solo por que sí?». Y la segunda vez porque estábamos con la geografía ahora invertida cuando se produjo la llamada de derrumbe y solo pude decir «¡Ya voy!».
Y todo esto me lleva a la terrible versión española del ‘Día de acción de gracias’. Aunque el Thanksgiving tiene sus raíces históricas en los tradicionales festivales de la cosecha que las religiones se fueron más o menos apropiando y que las reformas seculares, como la anglicana fueron devolviendo de los dioses a las personas de en rededor. Porque nos sobran los motivos, como cuando celebraron con un espontáneo Thanksgiving el día en que vencieron en 1588 a la Armada Española —muchísimo más conocida en la época como ‘la Armada Invencible’— en su intento de invadir Inglaterra.
Celebrar esa victoria se merece más el simple y llano ‘dar las gracias’ que la solemnidad de un ‘Día de acción de gracias’. ‘Acción’, que es en sus primeras acepciones el resbaladizo «Ejercicio de la posibilidad de hacer» y el «Resultado de hacer». Peor lo pone el diccionario cuando, aunque tiene ‘agradecer’ como «Mostrar gratitud o dar gracias», no recoge siquiera ‘gracias’, y de las 15 acepciones de ‘gracia’ — «Cualidad o conjunto de cualidades que hacen agradable a la persona o cosa que las tiene», «Perdón o indulto»…— no hay ninguna que alcance a este sentimiento, planificado a veces, o que el azar te coloca de improviso brotándote del pecho y uno no puede más que dar las gracias. Agradecer desde las invasiones que no llegaron a ser a la abundancia de cosechas con las que te obsequió la naturaleza. Y atentos, porque en ocasiones estas cosechas toman la hermosa forma de una llamada de teléfono y entre todos los números del mundo, alguien, escoge el tuyo. Para celebrar contigo, por ejemplo. O para pedir socorro, cuando hace falta. Y aunque es fácil caer en dar los socorros por supuesto, no lo son. Qué va. Son algo extraordinario, ¡un privilegio! Por el que hay que dar y mucho las gracias.
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