Opinión | La suerte de besar

Bendita normalidad y mis amigos exquisitos

Bendita normalidad y mis amigos exquisitos

Bendita normalidad y mis amigos exquisitos

Hubo una época en la que creía ser más interesante si el cine que me gustaba era el que concatenaba planos eternos, y sobre todo muy lentos, de espacios abiertos o de situaciones cotidianas, como peinarse, observar pajaritos, vestirse o preparar una ensalada. Lo imprescindible era que los diálogos fueran escasos y los personajes tortuosos. He llegado a pasar una tarde de sábado viendo una película con una secuencia infinita de miles de hormigas entrando y saliendo de su hormiguero. Recordé esas ganas de encontrarme a mí misma en el terreno de las aficiones extraordinarias el fin de semana pasado, mientras veía Gladiator II y comía cinco euros de palomitas saladas y una bolsa de chuches. Quién te ha visto y quién te ve.

Tengo amigos que disfrutan de las pizzas de autor. Ésas que combinan piña con foie o salmón con queso cremoso. Yo soy fan de las Margarita de base fina y crujiente. La sencillez en la gastronomía es un bien a proteger. Esos mismos amigos exquisitos me aconsejan que vea tal o cual serie distópica, que presenta un mundo apocalíptico, en donde las mujeres son esclavas, las guerras incesantes o los climas insoportables. «Mírala, es interesantísima. Da que pensar porque no estamos tan lejos de que este horror llegue», me dicen. ¡Anda ya! Mi momento vital es ver cine optimista, con final feliz y películas de sobremesa que me acompañen durante una siesta armónica y reconfortante. Mis colegas me tildan de «demasiado normal».

Admito ser persona de aficiones mundanas. Cuando viajo soy de las que, en cuanto pueden, se suben al bus turístico. No me avergüenza ser paseada, cual rebaño, por delante de las atracciones y edificios emblemáticos de cualquier ciudad europea. Mis amigos de la pizza de autor creen que soy una vergüenza para el turismo valioso de verdad y que las ciudades deben conocerse a base de pateos. A pateos nadie me gana, pero una vista de pájaro tampoco está mal. Aunque eso implique que te etiqueten de turista típica y tópica.

Dicen mis compañeros que hay que tener una opinión sobre la polémica entre David Broncano y Pablo Motos. Siento una ligera vergüenza admitiendo que no la tengo y que ambos personajes me dan igual. Podría decir que Broncano es ingenioso, pero que su tono de voz me cansa o que Motos tiene un equipo de producción envidiable, pero que su presencia me da grima y que verle bailar me hace sentir vergüenza ajena. Podría decir que me parece aberrante e insultante para la ciudadanía la cantidad de dinero público que cobra el primero, pero la realidad es que me interesa más bien poco su lucha por mostrar quién tiene más poder para influenciar la agenda de los famosos. Ambos me resultan indiferentes. Mis amigos no comprenden por qué no opino como ellos: que uno está en el lado bueno de la vida y que el otro está en el malo.

La normalidad y las aficiones sencillas y mundanas están infravaloradas. Me declaro defensora de las películas comerciales y previsibles, de los platos con ingredientes sencillos y reconocibles, de la experiencia de pasearse por una ciudad extranjera con un mapa en la mano y de la libertad de poder admitir que el tema social de la semana te la trae al pairo.

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