Opinión | Las cuentas de la vida
¿Qué queda de la España optimista de ayer?
De la España optimista de principios
de siglo queda muy poco
De la España optimista que pilotaba el crecimiento económico en Europa a principios de siglo queda ya muy poco. Los relatos ciclotímicos tienen estas cosas, pero hoy no hablamos sólo de ficciones. En dos décadas, el endeudamiento público se ha doblado y el superávit fiscal ha desaparecido. La desindustrialización avanza en todo el continente, convertido ahora en un enfermo global. La España vaciada no es ya un tópico socorrido, como tampoco lo son el precio inaccesible de la vivienda, el éxodo laboral de los jóvenes o el desgaste paulatino de las nóminas. Salarios estancados en un entorno altamente inflacionario no constituyen el mejor diagnóstico para un paciente que quiere reforzar su organismo; aunque, si queremos recetas, ya tenemos a las elites que han dejado la red social X para pasarse a Bluesky. Putin, en un continuo juego de provocaciones medidas, amenaza a la OTAN con un misil balístico de alcance intermedio capaz de transportar una ojiva nuclear. El gobierno sueco reparte folletos advirtiendo acerca de un posible ataque nuclear a la nación. Polonia sigue rearmándose con decisión y firmando contratos con empresas estadounidenses y surcoreanas. España, en cambio, no se decide a actualizar su armamento, ni siquiera el defensivo. No hay dinero, a pesar de que los ingresos fiscales se han incrementado en más de un 40 % durante este último lustro. No hay dinero, mientras las tensiones sociales y políticas se extienden a lo largo de toda la geografía nacional.
La declaración de Aldama ha agrietado los cimientos del gobierno de Pedro Sánchez. E irá a más. Se trata de otra historia fallida, una variante más del mal español. Como un símbolo icónico de la ineficiencia del Estado –da igual que hablemos de su variante estatal o autonómica– se erige la tragedia provocada por la DANA de Valencia, que será recordada durante décadas. La situación general de la educación, controlada por una ideología pedagógica delirante que niega al conocimiento objetivo su valor didáctico, nos advierte de un futuro definido por una fractura de clase sin igual en la historia de nuestra democracia. En un entorno industrial que ha hecho de la abstracción –el dominio de las matemáticas avanzadas por ejemplo– su criterio más preciado, el colapso de la calidad educativa se pagará en términos de crecimiento, productividad, empleo y bienestar. Algo similar puede decirse también de a nuestra sanidad pública, cuya degradación, a pesar de su tecnología vanguardista, se mide en meses de lista de espera.
El malestar social dista de ser una peculiaridad española. Es probable que Scholz sea derrotado en Alemania y que el SPD deje de ser un partido central en la democracia alemana. Los populismos de cualquier signo crecen a medida que el Estado se vuelve ineficiente. Creo que esta es la idea clave que debemos recordar. No es sólo una cuestión de fake news ni de retóricas inflamadas –que también–, sino de ineficiencia pública. Durante medio siglo, las clases medias y la democracia liberal vivieron un profundo idilio cuantificable en términos de estabilidad y prosperidad. El gradualismo moderado se convirtió en un signo de progreso y de bienestar. Ahora, el gradualismo parece ir en dirección contraria –cada año somos un poco más pobres y más frágiles–, socavando los pilares democráticos que lo hicieron posible. Las viejas filosofías de la sospecha han penetrado en la consciencia ciudadana, como una niebla moral que conduce al entusiasmo inmediato y, después, a una profunda decepción. Es cierto que nada hay nuevo en la Historia. Pero todo es preocupante.
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