Opinión | Tribuna
Democracia es estimular a la participación en política
El establishment, país por país, se ha convertido en el principal escollo para la evolución de las sociedades. Desde el lejano sistema esclavista, luego feudal, siguiendo por el de las revoluciones del siglo de las Luces y el XIX, hasta entrar en barrena. Desde la globalización, vivimos en sociedades desnortadas entre reformas tímidas y la necesaria voladura controlada.
La aspiración social a la felicidad, que recoge la constitución americana, está cortocircuitada por esa perversa reverencia a lo intocable de los derechos adquiridos y el imperio de la propiedad privada por encima de las necesidades de bien común.
Lo de Trump es más profundo que la revolución de Reagan y los neocon. Surge en plena implosión de los consensos tras la Segunda Guerra Mundial; el del estado como valedor de la convivencia, el sistema de igualdad de derechos y oportunidades. Y, en Europa, la protección social, paradigma europeo que se había convertido en faro y aspiración para una utópica sociedad mundial. El trumpismo recoge los desengaños del comienzo de siglo.
El fracaso de la primavera árabe y el retorno de las autocracias, mejor armadas por el cambio tecnológico y las fakes, en redes sociales, han devuelto al mundo a la cultura de la barbarie. Los radicalismos ideológicos, religiosos los más, empujan hacia una mayor tolerancia, y connivencia con el autoritarismo, ante la disyuntiva de enfrentamientos viscerales: ¿quién es capaz de cuestionar la penetración social del islamismo contra la cultura europea de los derechos?
En la década anterior, cuando surge el fenómeno Trump, la sociedad de la guerra gana a la cultura de la paz. La guerra del Donbás (2014) y el paso adelante de Putin, escalando a líder incontestable, amenaza nuclear por delante, se impone a las sociedades democráticas que, civilizadamente, descartan la guerra como método de resolución de conflictos. Y no se olvide la agresividad de la dinastía de Kim Jong-un, verdadera distopía si no estuviéramos asistiendo, aún peor, al empoderamiento de Elon Musk como nuevo rector del mundo.
Mediante el control, no solo de la red X sino, sobre todo, por la propiedad de la malla de posicionamiento de satélites, el nuevo válido de Trump tiene capacidad para alterar el curso de las guerras; oscureció una zona del frente ucraniano para hacer fracasar una ofensiva con drones, y puede cortar las comunicaciones bancarias, transacciones comerciales… paralizar el mundo.
Como colofón a la década de los 2010, un todopoderoso de las finanzas, y delincuente económico (¡si nos viera Jesús Gil!), al frente de la Casa Blanca estrechando la mano del autócrata chino en su reparto estratégico del poder en el mundo.
Estamos insertos en un cambio de ciclo cultural que no tiene que ver con la democracia o la vigencia de la sociedad de la libertad y los derechos, sino con el constante gatillazo entre la necesidad de que la socialización penetre en los baluartes de la consagración cultural del derecho absoluto a la propiedad y la urgencia de dar respuesta racional al descontrol del capitalismo salvaje, descocado desde la globalización financiera.
¿Pueden las leyes estar por encima de los derechos de la sociedad a su supervivencia y a la convivencia? ¿Pueden, los derechos adquiridos por las familias nobiliarias de antaño, concesiones de reyes a cambio de favores y participaciones en las reconquistas contra los invasores musulmanes, tener carácter eterno generación tras generación?
Fueron necesarias revoluciones sangrientas en Francia y en las colonias anglosajonas y españolas para que el constitucionalismo impusiera conceptos de soberanía de los pueblos sobre el derecho patrimonial de las élites. En España no hubo revoluciones sociales, sí políticas, que se resolvieron pronto con acuerdos, vergonzantes, pero menos cruentos. Hay quien analiza que ahí, en las componendas, está el germen del dramatismo de nuestro siglo veinte. Lo dejamos ahí.
¿Qué hacer? En España, modestamente, más democracia. Más transparencia. Abrir los partidos y el sistema electoral para que la sociedad entre en la política democrática y sea reclamada a intervenir.
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