Opinión | Se acerca el invierno
Particularismos y exculpaciones
Al diseño disfuncional, hay que añadir que flaquea la lealtad institucional y resulta difícil adoptar medidas, cuando la mirada está puesta en incesantes exigencias electoralistas

Ilustración: Particularismos y exculpaciones / EFE
Mientras una marea de voluntarios civiles —provistos de cubos, palas, rastrillos— sigue achicando agua en municipios anegados, resuena la porfía entre la clase dirigente, por la atribución de responsabilidades derivadas de una catástrofe descomunal.
Una maraña administrativa, perfectamente inoperante para cumplir con la alarma a la población, de la catástrofe que se avecina, activa los mecanismos necesarios para la exculpación, cuando llegue el momento de los jueces, encargados de dilucidar quién debe asumir los errores.
Un retrato simplificado de lo que estamos viviendo podría ser este: el que no sabe actuar, se muestra incapaz de decir: «yo no puedo con esto» y el que no quiere actuar, es incapaz de decir: «de esto me ocupo yo».
A medida que avanza la descripción planiana de los efectos devastadores de esta «gota fría» (muerte de personas indefensas; desaparecidos; destrucción de hogares, negocios, cultivos), cabe detenerse en particularismos y exculpaciones, algo muy nuestro.
Falta de liderazgo
En la disputa rasa, a la mendacidad y opacidad, lo llaman ausencia de reflejos, imposturas, medias verdades, versiones contradictorias. En este pliego de cargos, es algo tan evidente como falta de criterio a la hora de establecer prioridades existenciales.
Sale malparado el Gobierno autonómico, responsable de la alerta, como administrador de competencias para las que no está preparado, ni dispone de recursos para llevarlas a cabo.
Su pecado original, una morosa gestión, con alertas a destiempo ¿incompetencia o falta de decisión de quien tuviera que dar la orden? Desbordados por la riada y relajando obligaciones, la cronología condena de manera inapelable.
El gobernante no se encontraba donde debía y su inexcusable ausencia podría denotar que no era consciente de la gravedad de lo que estaba pasando. Un almuerzo interminable, empalmado con la merienda, es evidente que debió cancelarlo.
Pero no acaba ahí la inoperancia del escalafón ¿cómo pudo la Consejera responsable las alarmas, decir que desconocía la existencia de un mecanismo de emergencia?
Malparado también el Estado de las autonomías —un sistema dispendioso, ineficiente, asimétrico, oneroso para los ciudadanos— que no contó, para una respuesta explosiva, con la guía conocedora de los ingentes recursos del Estado.
Al diseño disfuncional, hay que añadir que flaquea la lealtad institucional y resulta difícil adoptar medidas, cuando la mirada está puesta en incesantes exigencias electoralistas.
Esto no exime de responsabilidad al Gobierno central que no puede abdicar de su condición, por la omisión temerosa de un dignatario regional, víctima de un amasijo de impotencia, ineptitud y pánico.
Con el jefe del Ejecutivo dándose un baño de masas en Asia del Sur y la ministra responsable de las cuencas, preparando en Bruselas su «examen de idoneidad», la renuencia a asumir las competencias y tomar el mando, delataba pasividad desfachatada.
Un gabinete de crisis sopesó decretar la emergencia nacional — competencia irrenunciable del Estado— pero lo descartó ¿por qué? No se ha dado una sola razón que justifique la desestimación. Por la que sea, podría asemejarse a una dejación de funciones.
El Código Penal es taxativo: «Los que estando en condiciones de hacerlo no prestan la ayuda necesaria a quienes se encuentran en situación de peligro o necesidad, podrían haber omitido el deber de socorro» (art 195).
La doctrina se divide. Hay quien apunta a la denegación de la alarma para no cargar con el descontento que producen estos desastres y quien estima que, para la extrema izquierda y los nacionalistas, movilizar el Ejército, la institución más preparada para afrontar una emergencia así, es tabú.
Mirando en qué lado del muro estaba pasando, se antepuso el rédito político de debilitar a un ejecutivo autonómico desmayado. Y como remate, una displicente muestra de tacticismo: «Si quieren ayuda que la pidan».
Desorden urbanístico
Resultado de tantos años de atizar la confrontación, la destrucción del consenso social genera una dinámica tóxica que provoca inoperancia y recelo entre personas y administraciones.
Se construye allí donde originariamente había ríos, arroyos… y la naturaleza reclama reocupar ese espacio. Dada la ausencia de medidas de encauzamiento y una normativa categórica, para que el ordenamiento del territorio impida construcciones e infraestructuras en zonas inundables (en ellas viven millones de personas en España), se hace evidente el asentimiento doloso de quien debiera impedirlas y sancionarlas.
Al llenarse el cauce de agua, barro y cañas, se convierte en un cóctel mortal, capaz de arrancar de los vehículos a sus ocupantes y de arrastrar cualquier objeto hasta el mar. Así, la limpieza de lechos, cauces y demás estructuras por donde deben discurrir las aguas, se llega a convertir en una cuestión ideológica.
Desde hace años, hay obras hidráulicas pendientes de ejecutar, se ha paralizado cualquier actuación sobre los cauces y se han «liberado ríos», destruyendo azudes y presas. La sombra de los ecologistas es alargada.
Resignada inevitabilidad
El peligro de asumir la catástrofe como una suerte de advertencia de ocultas fuerzas de la naturaleza, no es tal. En realidad, se trata de una coartada para mantener la impunidad de los gestores públicos, cuando la evaluación de los daños encare gravísimos problemas económicos y financieros o se desate una crisis sanitaria. Entonces, será cuando hacer frente a una pesada factura moral y política. Cuestión de tiempo.
Espontaneidad cívica
Voluntarios (de la Nación) convirtieron la solidaridad en algo más que una palabra. Ocuparon el vacío donde no estaba el Estado, lo que provoca que aún se note más la inoperancia. No eran ‘violentos marginales’ (la ignorancia, madre de la osadía). La ‘generación de cristal‘ no se rompe.
Entretanto, rufianes dedicados al saqueo se llevaban televisores de las tiendas, a sus casas, sin agua ni luz. Y para enmarcar, una bajeza redomada: «Los diputados no estamos para ir a Valencia a achicar agua»
El jefe del Estado se encontró en Paiporta con un escenario de guerra. La cólera —fruto de la desesperación por la forma en que se ha gestionado vidas, casas y bienes—acompañada de violencia.
Con gestos de calma y consuelo, los Reyes soportaron los insultos y el lodo. El ademán pidiendo perdón, fue explicativo. La atribución de la culpa, por el supuesto empeño en viajar al epicentro del desastre, interesada.
Resiste el Estado de derecho, se enseñorea el dichoso ‘relato’ y la paciencia se va agotando. La ética no entiende de izquierdas ni de derechas. El sentido del honor exige dimisiones.
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