Opinión | El ruido y la furia

La risa

Hace ya algún tiempo que los cómicos se quejan amargamente de que ahora todo el mundo se ofende por todo, que les estamos poniendo entre todos muy difícil el desempeño de su oficio. Esta nueva ola de inquisición que hemos dado en llamar «lo políticamente correcto» puede acabar atrofiando esa capacidad esencialmente humana de echarse unas risas, sustituyéndola por el miedo a hacer cualquier broma ante la posibilidad cada vez más segura de que alguien se ofenda. Lo vive uno casi a diario, cuando un amigo hace un chiste y otro, de inmediato, le recrimina «la poca gracia» y alude, muy concienciado (ahora se le llama woke a esta gente que está todo el día en un ay de padecimiento ajeno y regañando por ello a los demás) al sufrimiento histórico de este o aquel colectivo. Qué miedo me dan los que siempre están prestos a recordarnos las consignas morales.

Aristóteles dice que el hombre es el único animal que ríe. Luego, Henri Bergson, en un tratado titulado lacónicamente La risa (le he plagiado el título, espero que se lo tome con humor), descubrirá que es también el único que hace reír. Parece por tanto que la risa es algo esencialmente humano. Como ofenderse por ella, añadiría yo.

Estamos reviviendo, acaso sin saberlo, la vieja confrontación entre Platón y Aristóteles (magníficamente reproducida por Umberto Eco en El nombre de la rosa con los personajes de Guillermo de Baskerville y Jorge de Burgos). Platón, que debió ser un sieso importante, siempre se mostró desfavorable a la risa. La consideraba peligrosa para el poder, un arma subversiva que atenta contra la rectitud, y afirma que es fea, obscena, transgresora de la armonía, de la integridad y de la conciencia social, un placer que produce dolor y que atañe sólo a los locos, los bufones y los viles. Platón buscaba «el hombre más justo», pero nunca le dio por buscar el más feliz, que acaso sea igual o más importante. A Aristóteles, en cambio, la risa le interesa en tanto que es una cualidad estrictamente humana, y se da cuenta de algo esencial, que la amabilidad y la benevolencia son los afectos que más se aproximan a la risa y a la alegría.

Si bien todo ser humano que se precie de serlo entenderá que reírse de la desgracia de otro no tiene la más mínima gracia, también habrá de entender la necesidad de distinguir el texto y el contexto, la intención y el sentido. No conviene pasarse de Platón, hacerse huraño por la mera cuestión de que en el mundo hay sufrimiento. Neruda, que era «el mejor de los malos poetas» según Juan Ramón Jiménez, lo dijo así: «Amor mío, en la hora/ más oscura desgrana/ tu risa, y si de pronto/ ves que mi sangre mancha/ las piedras de la calle,/ ríe, porque tu risa/ será para mis manos/ como una espada fresca».

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