Opinión | EL RUIDO Y LA FURIA
Rojo de ira
Cíclicamente, acaso no con la exactitud de las migraciones de los pájaros, que atienden a estrictos criterios de luz (ahora que empieza a ser más tenue al final de la tarde y el sol se echa sobre el mar un poco antes, ahora que remolonea unos minutos en la madrugada, ya casi es el momento), aparece entre nosotros el debate del racismo.
Esta vez lo ha abierto el futbolista Vinicius Junior diciendo que en España tenemos un problema de racismo, a lo que rápidamente han respondido varios de sus compañeros de profesión que ni por asomo… Ejem.
Es racista, sin duda, quien llama «negro» a otro ser humano pretendiendo insultarle, pero también es racista, acaso no en igual medida, pero al menos un poco, ofenderse por ello. Si te ofendes es que, en el fondo (no muy en el fondo, ya en la dermis) aceptas que ser negro es peor que ser blanco y por lo tanto «negro» es un insulto en vez de una obviedad.
Creo que alguna vez he contado que yo este tipo de cosas las he vivido en mis propias carnes. Hace algunos inviernos viajé a Rusia. Éramos una docena de sureños que daban los buenos días en los ascensores y armaban un poco de bulla, cosas que no se acostumbra por allí. Cuando entrábamos en algún local la seguridad nos vigilaba, no demasiado discretamente. Cuando, extrañados, preguntamos a nuestra guía, nos confesó: «Tenéis la piel demasiado oscura, resultáis sospechosos». Y fue en ese momento cuando entendí lo que siente mi sobrina Remedios cuando entra en una tienda y los vigilantes empiezan a seguirla porque es gitana, a lo que ella, con su desparpajo, responde en voz alta: «Todavía no me ha dado tiempo a robar nada, dame unos minutos».
Estas cosas te sitúan y, al mismo tiempo, te amplían. Tuve que ir al norte para comprender el sur que habito y que me habita, todo eso que soy. Íbero y tartesio y celta y fenicio y griego y romano y árabe y bereber y visigodo y cinco mil años de historia corriéndome por las venas y por las penas. Así, para suerte o para desgracia. Me nacieron mestizo para aunar felizmente todas las contradicciones, todos los conflictos, todos los claroscuros, todas las sabidurías también. Y para comprender igualmente la relatividad de la mirada. Demasiado blanco en Kampala, demasiado negro en Moscú. Mi color va cambiando según me muevo en este mundo esférico que, como todo lo circular, no tiene principio ni final. Pero también el color es circular, tampoco empieza ni termina en ningún sitio, como ocurre siempre con las ilusiones, los espejismos, los delirios.
Porque, objetivamente hablando, el color no existe. Al menos, no en la realidad física. Eso que llamamos color es únicamente la variabilidad de las longitudes de onda de la luz visible. El color es, por tanto, únicamente un fenómeno psíquico, una ilusión. Y, sin embargo, como todo lo absurdo que nos compone, continuamente estamos decidiendo y realizando juicios acerca del color.
Vinicius es negro, pero eso no es relevante, o no debería serlo. Me preocupa más que sea un chico permanentemente rojo de ira.
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