Opinión | El ruido y la furia
Voces de mujer

Imagen de una mujer afgana. / EFE
La de mi madre y aquella nana primera: «Mi niño chiquitito quién le ha pegáo/ que tiene los ojitos de haber lloráo», y también cuando me llama Juanito (solo me gusta que me llame así mi madre, me molesta profundamente que lo haga cualquier otra persona). La de mi hija cuando se ríe. La de la mujer que amo pronunciando, despacito, mi nombre. La de mi hermana cuando me dice «nene». La de Carmen Silva riéndose, como solo ella se reía, después de traer a mi sobrino al mundo. La de Gloria Fuertes recitando sus versos en aquella tele de mi infancia. La de Rosa María Mateo en el telediario. La de Mayte Martín cantando la soleá que escribí: «esto será el olvido./ El tiempo dará la vuelta/ y no la dará conmigo». La de Pastora Pavón, también por soleá (que es cuando el cante se hace oración): «fui piedra y perdí mi centro/ y me arrojaron al mar./ Y al cabo de mucho tiempo/ mi centro vine a encontrar». La de La Niña de la Puebla cantando «Los campanilleros». La de Chavela Vargas. Las de Ella, Aretha, Monserrat, Mahalia, Petula, Edith Piaf. La de Billie Holiday, aquel fruto extraño, y la de Judy Garland sobre un arcoíris. Y las de Dina Washington, Maria Creuza, Soledad Giménez, Lole Montoya, Sarah Vaughan y cientos, miles, millones más.
Ahora, cuando en Afganistán los talibanes, a través del tenebroso «Ministerio para la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio», acaban de publicar un compendio de «leyes» (ellos llaman así a la demencia) sobre «el vicio y la virtud», y según el cual la voz de la mujer «se considera un atributo íntimo que no debe ser escuchado en público, prohibiendo que canten, reciten o lean en voz alta», el mundo debería alzar la voz. Si seguimos permitiendo que en Afganistán y otros países las mujeres sean condenadas al silencio y la marginación seremos cómplices de un crimen, algo que por otra parte no nos resulta tan ajeno, pues ya lo somos de otros muchos, no hay más que mirar alrededor.
Qué sería del mundo sin la voz de las mujeres, sin su palabra, sin su forma de decir cómo es la vida. Si en el mundo no se oye la voz de las mujeres el mundo es mudo y merece que lo sea. Qué lugar más horrible, más oscuro, más malvado, aquel en el que no se oye la voz de la mujer, su palabra, su canción. No debemos callar ante esto. El silencio, tan amado por mí (tanto lo he invocado en mis poemas, seguramente con demasiada insistencia), debe en este caso hacerse grito, clamor, rebelión. Es hora de decir basta en todas las lenguas, con todas las voces.
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