Opinión | Escrito sin red
En contra
Estar a favor de algo casi siempre induce a sospecha. Algún beneficio del que así se expresa. Alberga la convicción de que las cosas se están haciendo bien, de que el mundo no va tan mal. De que la gente es buena. La realidad, sin embargo, es que el común de la gente parece disentir del convencimiento de que las cosas van bien. Además, pasa como con la ficción. Lo interesante no es la felicidad sino lo trágico. Así lo anunciaba Tolstoi en la primera frase de Ana Karenina: «Todas las familias felices se parecen unas a otras; cada familia desdichada lo es a su manera». La felicidad no vende una escoba. Sin mayor justificación que los oscuros recovecos del alma humana. Estar a favor significa la aceptación del mundo, lo propio del conformismo. Estar en contra desprende el aroma de la insurrección. Frente al aburrimiento del orden se abre camino el non serviam del ángel caído. Me inscribo por hoy en la facilidad del contra.
Estoy en contra del cambio de los topónimos. Como todos los veranos, aparece una de sus criaturas, la serpiente. En ese caso el ofidio recurrente es una nueva denominación del aeropuerto de Son Sant Joan. Inauguró la serie el que fuera presidente del CIM, Miquel Ensenyat, que propuso a Ramon Llull, el más relevante y universal símbolo cultural de Mallorca. Ahora ha sido Lluís Ramis d’Ayreflor el que ha propuesto a nuestro inigualable Rafael Nadal. Seguramente más universal que Llull en cuanto al simple hecho de ser conocido. Nada tengo en contra de Nadal. Al revés, casi todo a favor. Como tantos otros mallorquines admiro mucho tanto sus gestas deportivas como la sindéresis que ha demostrado fuera de la pista. Nunca me he sentido tan mallorquín como cuando he seguido un partido suyo por televisión, por lo de pasar pena, claro; el sabor de la victoria cuando parecías derrotado es sublime. Con algunos puntos oscuros: su domiciliación fiscal en el País Vasco y su embajada tenística de la República de Arabia Saudita. Maldito parné. Le persigue el fantasma de no saber retirarse a tiempo; ese fantasma que golpeó a Muhammad Alí con el Parkinson. Si hay famosos en el discurrir y famosos en el obrar, Nadal ha alcanzado la excelencia en ambos. Y esa condición ha sido reconocida institucionalmente. De ella hablaba un compañero de columna, Bernat Jofre, que proponía como alternativa de reconocida universalidad cultural a Joan Mascaró i Fornés.
Los topónimos, lo he dicho alguna vez, son los jalones sentimentales de nuestras vidas. Al aeropuerto de Son Bonet llegaban y de él despegaban los viejos Bristol panzudos que volaban sobre los barrios del extrarradio, Son Canals, Son Coc, La Soledat, que despertaron las fantasías de nuestra infancia. Después, el despegue económico, social y turístico con el nuevo aeropuerto de Son Sant Joan y el vuelo del Lockheed L-1049 Super Constellation de tres alerones en la cola, el turista un millón y la canción del vuelo 502 en el festival del Mediterráneo. El nuevo mundo de nuestra primera juventud junto con el pick up, Elvis, el Dúo Dinámico, Pepe Guardiola, los Beatles y tantos otros. Los nuevos nombres deben aportarse a realidades nuevas, no a las antiguas, que, renombradas, pierden el sabor y el aroma sentimental que les ha conferido el paso del tiempo y de las generaciones.
Estoy en contra del rediseño de las plazas de la ciudad. A no ser que el paso del tiempo las haya deteriorado de forma irreversible; o haya demostrado el error de su concepción. Por ejemplo, el diseño de la plaça Major, subsidiaria del aparcamiento. O ahora, que estamos a punto de la inauguración de la nueva plaça de España, después de varios proyectos fallidos. La pérdida de la antigua plaza diseñada por Bennázar es irremediable y una herida en el corazón de la ciudad por mucho que se conserve la estación meteorológica. En el origen está la permanente querencia de los políticos por dejar huella, ser reconocidos. Lo explicaba Alexandre Kojève a sus alumnos parisinos acudiendo a la Fenomenología de Hegel, exponiendo las actitudes existenciales del hombre y la dialéctica amo-esclavo: «Hablar del origen de la autoconciencia es necesariamente hablar de una lucha a muerte por el reconocimiento». Necesitamos del otro para tener testimonio de nuestra propia existencia. En esa dinámica de la huella vamos perdiendo algunos elementos de la historia física y de la memoria de nuestra ciudad. A veces, pocas, la rehabilitación ha conseguido recrear el espacio sin dañar su condición de testimonio cultural de otra época, como la plaza de las Columnas. En otras, le reforma ha conseguido en un antiguo espacio de «no lugar», como la plaza Rosario, conferirle uno de calidad urbana.
Ahora al alcalde, que, además, tiene la condición de arquitecto, le ha dado por querer reformar la plaça del Mercat. La excusa es la pretendida ocultación del monumento-estatua de Antonio Maura por el enorme ficus. La obra parece que consistiría en trasladar el monumento unos metros en dirección al edificio de la Audiencia. Como mínimo podría plantearse si el error no estriba en el monumento, sino en haber sembrado el ficus allí donde la perspectiva del ábside de sant Nicolau desde la plaça Weyler queda parcialmente oculta. La cuestión entra de lleno en el viejo debate entre la monumentalidad y los árboles que la acompañan y, a veces, la ocultan. La hipersensibilidad de los vecinos con los bellaombra de Llorenç Villalonga ilustra la complejidad de las interacciones ciudadanas con el patrimonio arbóreo y un entorno monumental como el del casco de Palma. La pregunta es si tiene que gastarse el Ayuntamiento más de un centenar de miles de euros en trasladar estatua y pedestal a una decena de metros. La cuestión es si se pretende un elemento singular en la plaza, el monumento, o dos, monumento y ficus. Hasta que la cuestión se resuelva, para ello no estaría mal un debate entre especialistas, sería aconsejable plantearse un tiempo muerto para la obra.
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