Opinión | En aquel tiempo
Urgencia de la misericordia
Se da por hecho que casi todo el bien no vende, ni interesa, hasta el punto de convertirse en una realidad contracultural de altísimo pedigrí
Si recorremos, día a día, las informaciones de este agosto, caeremos en la cuenta de que sobreabundan los relatos criminales de todo tipo, desde los asesinatos en Gaza a los crímenes intrafamiliares de toda tipología. Y muy especialmente, nos llama la atención esa ristra nauseabunda de atentados contra los derechos de la mujer, que se da de bofetadas con el empoderamiento pretendido y necesario. Es un mapa desconcertante, porque mientras tantas crueldades parecen imponerse, casi nadie profundiza en el dolor, la humillación, el desarraigo que están en la base de todas estas barbaridades que nos invaden a diario. Por supuesto, con un menosprecio casi agresivo de noticias sobre cualquier hecho o persona que aparezcan como honradas y honestas, esas personas que, desde su anonimato, permiten que nuestras sociedades no entren en colapso, víctimas del mal en estado puro y duro. De estas personas, apenas informamos, dando por hecho que casi todo el bien no vende, ni interesa, hasta el punto de convertirse en una realidad contracultural de altísimo pedigrí.
Pues bien, en este contexto, como ya hemos sugerido, «hacerse cargo de los demás» no está de moda: allá cada uno con sus amores y vicios y agresiones, pero nada de meternos en sus vidas, salvo si se convierte en materia televisiva, tan de moda para malestar nuestro. Desaparece Sálvame... pero acaba reapareciendo en multitud de programas con diferente nombre, si bien con los mismos personajes y las mismas salvajadas éticas y morales. Nadie protesta. Nadie se da por aludido. Nadie deja de sonreír. En este contexto, «hacerse cargo de los demás», en frase de Ignacio Ellacuría, ha pasado de moda, salvo en casos extremos, por ejemplo, la inmigración, prostitución y los abusos sobre inocentes. Toda barbaridad nos llama la atención, claro está, pero estamos lejos de parar el carro de la vida y, como el Samaritano del Evangelio, bajarse de la montura, abrazar al doliente, y, sobre todo, cuidar de él, incluso mediante un sacrificio económico. Es así.
Demos un paso más para no quedarnos en los males y dar protagonismo a los bienes posibles. Y ahí mismo, aparece nuestro título del presente texto: «Urgencia de la misericordia». Y recuerdo unas palabras de Casaldáliga: «No siempre la justicia produce misericordia, pero siempre la misericordia produce justicia». Y resulta que, en tantas ocasiones, no practicamos la justicia porque previamente no hemos sentido el compromiso de la misericordia. Si algo/alguien no nos afecta por dentro, hasta sentir lo que él mismo siente, lo que sea, es casi imposible que nos solidaricemos con él y acabemos por buscar una solución justa social y jurídicamente. Hay que sentir el dolor inabarcable de una mujer violada, por ejemplo para actuar en justicia, superando tal vez críticas y maledicencias del entorno. La misericordia samaritana conjuga una conexión emocional con el herido por la vida y una acción ejecutiva para que la sociedad sea capaz de reparar el dolor provocado… y sentido como propio. Es decir, si no somos misericordiosos de verdad (sentir-actuar), es inútil esos desencuentros parlamentarios en que nunca se debaten «personas» y solamente se verbalizan «casos» y «situaciones». Salvo para herir descaradamente.
Dos películas pueden ayudarnos a comprender de qué va todo esto de la misericordia samaritana. De una parte, Pena de muerte, del siempre admirado Tim Robbins (1996): una historia fascinante de los encuentros entre una monja como tantas otras, y un condenado a muerte. Él ha pedido ser atendido, y ella se entrega a su tarea desde una resiliencia sin fisuras y, sobre todo, desde una misericordia absolutamente samaritana. En definitiva, la monja se limita a «hacerse cargo» del criminal, a dolerse con su dolor, a ayudarle a sobrellevar su culpa. Se gana las iras de asociaciones a favor de la pena de muerte y familiares de las niñas asesinadas, pero esta mujer está convencida de que todo ser humano merece ser acompañado en su recta final con amor, con cariño, profundamente. Es uno de esos llamados «films menores», pero que nos llegan al alma, salvo si carecemos de sentimientos humanos elementales. Y la segunda no le va a la zaga: El festín de Babette, de Gabriel Axel (1987), que nos sumerge en esa acción desconcertante de la empleada Babette, una cena que sobrepasa la visión culpabilizadora del grupo de «fervorosos creyentes», para llevarlos, en un gesto misericordioso, a la alegría de la fe. Y ella es feliz.
Mientras las fuentes informativas prefieran insistir en los males humanos en lugar de enfatizar los bienes humanos, la situación no cambiará. Todo depende de que otorguemos relevancia al «factor misericordia», que lejos de todo ilusionismo, es la gran virtud social que tenemos pendiente. Algo tendrá que ver en este delicado asunto la educación recibida y los referentes familiares. Cada uno verá.
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