Opinión | Veranos literarios
Marcel Proust en la playa
Era un joven irritante, adulador, liviano y plasta, el mayor escritor que ha dado nuestro tiempo
Acostumbrados al TikTok da mucha pereza leer la novela larguísima que escribió un individuo empalagoso y esnob aunque, en realidad, sea una de las grandes obras de la literatura. Ese fue Marcel Proust. Nuestro tiempo para leer se encoge todos los días. A lo sumo, aparece en Instagram alguna frase suelta de Proust –cuanto más corta, mejor– y, sobre todo, fotografías de su habitación forrada de corcho para tener silencio entre dos ataques de asma.
Con sombrerito de paja con lazo, el niño Proust estuvo con su abuela en las playas de Normandía, mimado, frágil y creyéndose en las mil y una noches. Luego regresó con su madre y también solo. Fueron veranos muy bienestantes en el Hôtel des Roches-Noires de Trouville y sobre todo el Grand Hôtel Cabourg. En la novela, todo eso se convierte en Balbec, en el gran hotel junto a la playa con pérgola para la banda de música. El comedor del hotel es como un gran acuario al que se asoma la gente a ver con qué estilo viven los ricos. Para visitar a sus amistades que veranean cerca, dispone de un taxi conducido por un joven monegasco muy apuesto, que pronto ingresa en la vida privada de Marcel. Proust bebe demasiado café. Visita iglesias normandas. Intenta escribir.
Fleming descubre la penicilina, Magallanes pasa del océano Atlántico al océano Pacífico y Marcel Proust reencuentra el tiempo perdido. Era un joven irritante, adulador, liviano y plasta, el mayor escritor de nuestro tiempo. Los volúmenes de En busca del tiempo perdido están ahí, para siempre, por si acaso las jóvenes muchachas en flor deciden leerle en el autobús y para que los ancianos lo prefieran a viajar low cost con un bocata de calamares. Un verano no basta para leer a Proust. Comiencen por Por el camino de Swann, piérdanse por el París infinito y, ya poseídos por el pequeño Marcel, con mirada de observador compulsivo, queden hipnotizados por la escena final de El tiempo recobrado. Escribió: «Cuando de un pasado distante y largo no subsiste nada, después de que las cosas se rompen y se dispersan, el olor y el sabor de las cosas permanecen». Eso fueron las playas de nuestra infancia, hoy memoria.
Por la escollera frente al hotel, Marcel había visto pasar a chicas y chicos que luego serían sus «muchachas en flor». Hay en el Proust voyeur una exactitud de mirada que supera a cualquier cámara de precisión. En el hotel, su habitación era la 414. Le asombraba la lentitud del día al morir en las tardes desmesuradas del verano. Luego la vida se complicó y llegaron las hondas mudanzas de carnaval. Como los grandes memorialistas, Proust logró convertir el chismorreo en arte. Cuando llega la oscuridad, Balbec se trasforma en un desfile de fantasmas inolvidables, como Albertina, esa prisionera que se fuga en sueños. Son prodigios del enrevesado petit Marcel, siempre pálido y de una cortesía cargante. Se puede ser cruel y, a la vez, peinarse con gomina de la Belle Époque.
Al director del hotel, Proust le abruma con quejas –humedad, ruidos, el ascensor– pero acaba queriendo quedarse allí más tiempo, en días de otoño. De todos modos, el hotel ha de cerrar en septiembre. De nuevo en París, la calefacción le parece asfixiante. Entra la gran burguesía y se desvanece la aristocracia. Retumba la Gran Guerra. Marcel padece los horrores del amor. Así regresamos una y otra vez al Gran Hotel de Balbec, a la celebración de lo más ilusorio y a su eclipse. Dado el poder que tiene la literatura, estamos en Balbec sin habernos hospedado nunca en Cabourg.
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