Opinión
El difícil encaje de la periferia
Cuando se elaboró la Constitución de 1978, el principal engrudo que vinculaba a los españoles, fuertemente divididos por las ideas y las desigualdades, fue el temor tácito a que la superación de la dictadura derivara de nuevo en una confrontación civil, algo que había que evitar a toda costa. De una parte, las amnistías mitigaron los rescoldos todavía humeantes de los odios acumulados durante las cuatro décadas de amarga dictadura militar. De otra parte, se procuró alumbrar un modelo de organización territorial que resolviera la diversidad española, generara una convivencia aceptable entre las regiones y nacionalidades, y atenuara las corrientes centrífugas nacionalistas que desde el siglo XVIII, con la Guerra de Sucesión y el cambio de dinastía, habían arraigado en la periferia, sobre todo en Cataluña y en las provincias vasconavarras.
Ya los primeros hermeneutas de la Constitución avisaron de que aquel «estado de las autonomías» era una improvisación que no garantizaba ni mucho menos la estabilidad del conjunto a largo plazo. La timidez legislativa del periodo constituyente no fue capaz de permitir que se diera el paso decisivo de construir un Estado realmente federal, en que los entes federados compartieran la soberanía del conjunto, al igual que la potestad legislativa, que debía quedar distribuida en los dos niveles clásicos del federalismo. A lo más que llegó la Constitución fue a reconocer los derechos históricos de los territorios forales, sin incluir Cataluña (Pujol no quiso, con lo que el president por antonomasia cometió un grave error histórico).
Aquella caricatura federal funcionó relativamente pero, como cabía imaginar, acabó desbordada por la realidad. Al contrario que los länder alemanes, por ejemplo, las comunidades autónomas no han tenido ni tienen peso ni influencia decisivos en la conducción del Estado, ni en la evolución de los equilibrios del modelo, ni siquiera en la modernización de los Estatutos de Autonomía (la reforma del de Cataluña fue abortada por el Tribunal Constitucional después de un referéndum constitucionalizado, lo que da idea de la irrelevancia de la dimensión federal del sistema).
La crisis catalana, atizada en origen por la dureza y la inflexibilidad de Aznar en su segunda legislatura (con mayoría absoluta), se fue recalentando, de la mano de unos partidos nacionalistas cada vez más potentes y poblados por la presión del centralismo, del nacionalismo españolista, hasta el estallido final del 1-O de 2017 y la aplicación del artículo 155 por Rajoy, con el respaldo —inevitable para evitar que la crisis quedara fuera de control— del PSOE.
En este pleito, en que PP y PSOE fueron capaces de entenderse in extremis y solo en la aplicación urgente de la terapia excepcional, las fuerzas estatales han divergido ampliamente: la derecha, fuertemente condicionada por el sector ultra de Vox, ha optado por la mano dura, por la judicialización inflexible del ‘procés’, asumida con indisimulable satisfacción por una judicatura que en España es muy conservadora. Y se opone como es lógico a las medidas de gracia y a la resolución del conflicto por la vía de la negociación y el dialogo.
La izquierda, en cambio, es consciente de que la firmeza podrá quizá aplacar un tiempo la cuestión catalana, pero el problema se mantendrá hasta que se produzcan los cambios y los acuerdos que den una solución razonable y definitiva al conflicto. Todo el mundo —nacionalistas, soberanistas, españolistas— sabe que no va a haber un proceso de autodeterminación porque las democracias occidentales no contemplan el suicidio nacional. Pero hay soluciones, arduas y complejas pero posibles, capaces de reorientar nuestro modelo a gusto de todos, o al menos de una mayoría cualificada de las nacionalidades históricas y del conjunto de la nación española.
Es pronto para efectuar propuestas rotundas, como la reforma constitucional federalizante a la alemana para emular lo que tan buenos resultados ha dado. Pero no lo es para que las conversaciones sobre el particular se abran con espíritu constructivo. Cataluña no se cohibirá por la intolerancia de Madrid y el conflicto seguirá abierto hasta que todas las partes muestren interés por cerrarlo. También la derecha españolista.
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