En aquel tiempo
Cambio de tercio
Pensar se está convirtiendo en un lujo, en una especie de drogadicción para una serie de extraños personajes que pierden el tiempo en darle vueltas a la realidad tanto mediata como inmediata
Tras mi inmersión cinematográfica en Italia, me convertí en un paladín de la relevancia de la imagen en la sociedad contemporánea, insistiendo en la urgencia de sustituir el «paradigma conceptual» por un «paradigma icónico». De otra manera, decía entonces, se trataba de insistir machaconamente en que la literatura en cuanto tal estaba siendo sustituida por un cine de naturaleza audiovisual, que situaba la imagen en el centro del lenguaje. Y lo defendí hasta la extenuación. Especialmente insistía en la aplicación del cine y sus películas al mundo educativo y en todos los niveles de tal mundo: los alumnos estaban siendo colonizados por la imagen audiovisual, en aquel momento, en general, de naturaleza cinematográfica y televisiva, y por lo tanto sería lógico que se utilizaran los mismos instrumentos lingüísticos para transmitirles conocimientos, sin dejar de lado la componente emocional. La verdad es que no tuve mucho éxito. Y sin embargo, como reza el título de esta entrega, al cabo he cambiado de tercio y me encuentro en plena revalorización del valor del concepto, de la palabra, porque percibo que la imagen se la está merendando sin piedad, con temibles consecuencias. Me explico.
En un momento dado, y mientras impartía un curso de lenguaje fílmico defendiendo la relevancia iconográfica, una alumna mexicana me recordó que todo producto audiovisual tenía como base un «guion escrito», y por lo tanto, la imagen en pantalla, grande o pequeña, dependía de un texto literario, por mínimo que fuera. E insistió en que seguramente tendríamos que hablar de una «literatura cinematográfica». Tenía conciencia previa de tal relevante detalle, pero la alumna en cuestión me obligó a pensar despacio sobre una cuestión que, además, es absolutamente obvia: hablar de imagen audiovisual, sobre todo fílmica, sin recordar a, entre otros muchos, Billy Wilder, Tonino Guerra, Tarantino, Spielberg, Woody Allen, Robert Bolt, James Cameron, Leigh Brackett, y en nuestro cine nacional, a Rafael Azcona, Luis Buñuel, Itziar Bollaín, José Luis Borau, Rodrigo Sorogoyen, Isa Campo, Pilar Palmero, hablar de cine y televisión sin tener presentes a los guionistas es un error capital.
En muchos casos, como es evidente, son los mismos directores quienes escriben sus propios guiones, de tal manera que, entonces, el concepto de ‘autor’ se justifica plenamente. Pongamos un ejemplo cercano: tres de las mejores películas de nuestro Agustí Villaronga, tienen en su base guiones del mismo Agustí: El mar/2000, Pa negre/2010, y esa historia tan extraña y sobre todo su film más emblemático, Tras el cristal/1986, una obra maestra de guion y no menos de realización. La última vez que hablé con él, alabé esa dimensión literaria de su cine, y comentó que, para él, todo comenzó por una pasión literaria de la narración cinematográfica. Por esta razón, produce una agradable sensación interior leer un guion antes de comprobarlo en pantalla. Entonces, uno cae en la cuenta tanto de la solidez del texto como de la auténtica sabiduría audiovisual del director para convertirlo en historia fílmica. Dicho de otra manera, sin guion tal vez sea posible un documental «cámara en mano», pero es casi imposible consumar un film narrativamente poderoso.
Pero volvamos al comienzo. Con el tiempo, he transitado desde una defensa a ultranza de la imagen, a otra no menos intensa de la palabra, del concepto. Y la razón última es la frivolidad intelectual que nos domina, y que, en general, procede del manifiesto desprecio por «el arte de pensar», en quietud, sin prisas, escribiendo lo que más tarde deseas convertir en imágenes para la imaginación, y así colaborar a la construcción de la sociedad y de las esperanzas sociales. Echamos en falta grandes películas sobre historias narrativas de aliento ético y moral, es decir, grandes guiones literarios que produzcan grandes imágenes en pantalla. Y esta carencia, cada vez más intensa, produce una sensación desagradable de que tal vez eso que llamamos cine/películas esté siendo sustituido por esas criaturas que llamamos «series», que son otra cosa, y que, a su vez, se basan en guiones alambicados para mantener la atención del espectador durante semanas o meses. No hay que engañarse, un gran film se basa siempre en un guion literario que hace parada y fonda en alguna de las grandes pasiones del ser humano, y esta intención puede desarrollarse perfectamente en hora y media. No necesita más. El mejor cine es conciso, incisivo, abrumador. La ley del silencio, por ejemplo, del tristemente olvidado Elia Kazan, realizada en un lejano 1954, con un guion extraordinario de Bud Schulkberg. Una vez contemplada, nunca olvidaremos esa lucha sindical de los trabajadores en los muelles neoyorquinos. Y es solamente un ejemplo. Hay muchos más.
Pero además, en este momento, no solamente las series golpean el cine en cuanto tal, porque lo más peligroso son los productos de las ‘redes’ en general, dominados por lo instantáneo, por lo emocional, y sobre todo por una frivolidad dominante. Pensar se está convirtiendo en un lujo, en una especie de drogadicción para una serie de extraños personajes que pierden el tiempo en darle vueltas a la realidad tanto mediata como inmediata. Y el cine también lo nota en sus propias carnes. Pero solamente cuando accedan a las tareas del guion profesionales conceptualmente preparados, entonces volveremos a enfrentarnos a esas historias audiovisuales «con fundamento». Deslizar este discurso a los productos televisivos, en estos momentos, es adentrarse en un laberinto de inutilidad abusiva de nuestra paciencia. Al final, uno llega a la conclusión de que muchos medios, tanto audiovisuales como meramente escritos, nos infravaloran. En general, los espectadores y lectores tienen más retaguardia de lo que parece.
Mi pasión por la imagen actualmente se mantiene, pero repito que se conjuga con una cierta nostalgia del poder conceptual de la palabra escrita, y hablada también que, entre otras cosas, me lleva a releer textos ancianos y, a su vez, películas con años encima. Es cierto que «todo está por llegar», pero uno se pregunta el camino que estamos recorriendo. Acabo con una sugerencia: no dejen de visitar La zona de interés, una terrible meditación sobre la responsabilidad humana. Te quedas frío en la butaca.
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