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Felipe Armendariz

PENSAMIENTOS

Felipe Armendáriz

Ojo con la violencia

El otro día tuve, por culpa de la política, una discusión subida de tono con tres señoras de mi barrio, buenas vecinas y excelentes personas. Nunca más, nunca más volveré a elevar el tono por asuntos fuera de mi control.

En mi juventud, los años 70, viví muy de cerca la violencia por causas políticas. Fui testigo de múltiples algaradas callejeras protagonizadas por extremistas de izquierda o de derecha, o mezclados. Las calles, en la Transición, no eran un lugar seguro. Faltaba cultura democrática. Los radicales querían adueñarse de las urbes. Con pasmosa facilidad salían a relucir pistolas, navajas, porras y los famosos «nunchakus», una peligrosa arma de artes marciales.

La Policía, que todavía iba de gris y se apellidaba Armada, no se quedaba tampoco corta. A menudo tiraban de pistola y subfusil contra manifestantes o transeúntes indefensos. La Guardia Civil carecía de material antidisturbios. Los sacaban a la bronca con cetmes, a los que, con un poco de suerte, ponían una bocacha para lanzar pelotas de goma o botes de humo. Carecían de cascos y escudos.

Luego existían las palabras mayores, en forma de terrorismo: ETA y sus múltiples ramas; el Batallón Vasco Español; el FRAP; el GRAPO; los anarquistas y otros grupúsculos.

Asistí a varios funerales de víctimas de ETA y de caídos por fuego policial. Tras la misa, se improvisaban manifestaciones multitudinarias que siempre acababan en disturbios. También fui testigo de huelgas generales calientes por distintos motivos, pocos de carácter laboral. La ciudad se paralizaba casi en absoluto. Durante varias jornadas el pan nuestro eran los alborotos, de día y de noche.

Por entonces, si eras joven ya eras sospechoso para la Policía. Te paraban en todos los controles de vehículos. Te registraban y te pasaban por informática para ver tus antecedentes. Había que tomárselo con paciencia. Incluso caminando en solitario eras objeto de fiscalización.

Los cuerpos policiales se profesionalizaron y desmilitarizaron totalmente o en buena medida. La gente se acostumbró a expresar sus opiniones mediante las urnas. Si se salía detrás de una pancarta, se hacía con autorización gubernativa y de manera civilizada. Había, así mismo, una amplía libertad de expresión. La Constitución trajo un marco de derechos fundamentales.

Los radicales seguían existiendo, pero ya sabían que los destrozos en bancos o concesionarios de marcas francesas no llevaban a ninguna parte.

No obstante, ETA y su hermana pequeña, la lucha callejera, continuaron en activo durante décadas. Tantas muertes, lesiones y estragos, tanto dolor, no sirvieron de nada. La Democracia les venció.

Ahora España está pasando una crisis, que tiene dividida a la ciudadanía a cuenta de la amnistía y del posible trato de favor a los nacionalistas catalanes. Los ultras de derechas aprovechan la coyuntura para intentar dominar, a la fuerza, la calle. Se asedian las sedes socialistas y el Congreso; se hacen pintadas contra los adversarios políticos; se insulta en vivo y a través de las redes sociales.

Es peligroso, muy dañino, este clima. Hay que mantener la calma. No echar gasolina al fuego. Confiar en los jueces. El problema es que el Tribunal Constitucional, llamado a dirimir el entuerto, está muy desprestigiado por su enorme contaminación política, tanto del PP como del PSOE. Ojo con la violencia.

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