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Pedro Coll

El ADN de la excelencia

Estación de Akebonobashi, línea Shinjuku, metro de Tokio, exactamente a las 14:19:34 del día 4 de diciembre del año 2009. Pedro Coll

Conservo esta imagen en mi memoria desde el momento en que la hice mía, ocurrió al vuelo y sin tiempo para pensar. Vi a esta niña de no más de ocho años salir sola de uno de los atestados vagones y dirigirse alegremente hacia la salida de la estación. Nadie la acompañaba. Ya entonces, fotografiar a un niño desconocido estaba prohibido en Japón, pero me arriesgué, amparándome en que no se la iba a reconocer. No era la primera vez que veía algo así durante aquellos días de mi estancia en Tokio. Niños de edades similares, solos, o en pequeños grupos sin compañía de adultos, con sus mochilas y sus uniformes escolares, moviéndose con decisión y seguridad entre el tráfico denso de esa mega ciudad. Algo que no dejaba de provocarme inquietud.

La sensación de seguridad era la constante. Frente a edificios de oficinas me cansé de ver bicicletas aparcadas, libres de candados. La estudiante que decide ir al servicio dejando sobre la mesa de la cafetería sus apuntes, su móvil, su laptop, para regresar al cabo de un tiempo, que a mí se me hizo largo, sin temor a que alguien hubiera podido tocar sus cosas. Las oficinas bancarias, con aquellas mesas dispuestas para que los clientes rellenen formularios, facilitando a los que pudieran necesitarlo el uso puntual de bolígrafos y gafas de lectura de diferentes dioptrías. El recepcionista de hotel que, en un día de aguacero, ofrece un paraguas, sabe que le será devuelto, a quien me ha acompañado y que debe volver a la calle. El joven que sale de un restaurante de manera precipitada y tropieza con un ejecutivo y todo acaba en ceremonia de disculpas y reverencias.

Podría seguir relatando experiencias similares, imposibles de trasladar a ningún otro lugar del mundo. Sorprende al visitante extranjero. Y se agradece tal nivel de seguridad y de buena disposición, sobre todo por el esfuerzo que representa moverse por esa ciudad, tan inmensa como complicada. Con el agravante de que poco te va a servir el idioma inglés, si dispones de él, en tu deambular urbano.

¿Estarán pagando los japoneses ese lujo del que disfrutan con esa soledad individual que parece embargarles? ¿Con esa dificultad para comunicarse? ¿Con esa empatía plana? Su alto nivel de autoexigencia les hace digerir muy mal la humillación del fracaso. Por eso está entre los primeros países con más suicidios por habitante. Recordemos a sus aviadores ‘kamikaze’. La pandemia de covid obligó al Gobierno nipón a crear el Ministerio de la Soledad. En la última guerra mundial les vimos asumir con estoicismo la derrota militar. En su enloquecida apuesta bélica, Japón colapsó de golpe días después de la destrucción nuclear de dos de sus ciudades más importantes, Hiroshima y Nagasaky. Es histórica la imagen erguida del Emperador Hirohito, a bordo del acorazado USS Missuri, firmando la rendición sin condiciones frente al General MacArthur, representante de los Aliados. Y muy recientemente les hemos visto asumir y resolver, con estoicismo y arrojo, el desastre de la central nuclear de Fukushima, arrasada por un sunami, que puso al país en riesgo de quiebra total y cuyas consecuencias radioactivas aún están sufriendo.

Mi ADN es muy de letras y mi lógica científica bastante a-científica. Por eso pregunto, temeroso de caer en herejía: ¿estarán todas esas peculiaridades definidas en el ADN de los japoneses? ¿Hay un ADN Nipón?

Años después de haber obtenido la fotografía que encabeza este texto la busqué en mis archivos digitales y entré en sus metadatos. Y pude confirmar que fue a las 14:19:24 del día 4 de diciembre de 2009 cuando yo apreté el disparador y que la distancia entre la niña y el sensor de mi cámara, de tecnología japonesa, era exactamente de 8 metros y 80 centímetros. Hay bastante más información adherida y conservada en ese simple archivo digital de unos 30 megapixels (para mí, fotograma) pero me la callo para no aburrir. Quizá hoy, y más aun con la irrupción de la IA, esto no asombre a nadie… pero a mí, que aprendí a escribir a máquina usando papel carbón para obtener una simple y desvaída copia, a mí todo esto sigue maravillándome. Y disfruto de las herramientas creativas que pone a mi disposición. Creo que los creadores del mundo digital, ahora de la Inteligencia Artificial, son los auténticos ‘miguelángeles’ de nuestra era. Arte y ciencia compinchados.

Los japoneses, después de la Segunda Guerra Mundial, iniciaron de modo heroico y tozudo su recuperación, levantaron el país, lo re-crearon, comenzaron copiando las tecnologías alemana y americana para acabar convirtiéndose en innovadores tecnológicos. Seguridad, respeto, solidaridad, educación, tradición, cultura, esfuerzo, compromiso, elegancia… se trata de la excelencia.

Aún con su complejidad, envidio el ADN Nipón (el del valor añadido), me resulta más útil que el nuestro (el del sector servicios), llamémosle el ADN de ‘barra y cervecita’.

Mi razonamiento no será muy científico, pero sirve para explicarme.

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