Era el último gran pino que crecía en el parterre de Dalt Murada, al pie de la Catedral, un gigante con un tronco de un metro de diámetro del que brotaban cuatro grandes ramas que sostenían su poderosa a copa.
Así aparece en las fotografías de los últimos cuarenta años, elevándose por encima de la muralla y ofreciendo un punto de contraste a la estampa de la Seu, el contrapunto verde a toda la gama de ocres que el templo gótico regala a nuestros ojos a lo largo del día. Era el último ejemplar porque en 2021 el Ayuntamiento de Palma eliminó los otros dos pinos que le acompañaban en la misma zona. Tras el paso de la borrasca Hortensia su estabilidad suponía un peligro para los viandantes. Y para eliminar riesgos, también fueron talados. Como lo fue el pino al que nos referimos el pasado viernes. Perdió una rama tres días antes e inmediatamente fue diagnosticado, sentenciado y talado con sierra eléctrica y estruendo.
A veces deberíamos ser capaces de soportar ciertos riesgos para preservar árboles tan singulares, buscar soluciones alternativas que no conduzcan a la eliminación de estos monumentos que ya formaban parte de la ciudad antes que nosotros. Sobre todo porque a esta velocidad de crucero con la que Cort elimina riesgos, la calle Pins de Can Pastilla se ha quedado sin los enormes ejemplares que le dieron el nombre; en el empinado tramo del la calle Santuari de la Bonanova unos cipreses recién sacados del vivero han sustituido a los majestuosos pinos de nuestros abuelos; y los olmos de la ciudad están siendo eliminados porque de vez en cuando pierden ramas, qué le vamos a hacer.
Los grandes gigantes son seres más sensibles que nuestros concejales. El ficus de la Misericòrdia, de1827 y cuyas raíces se extienden hasta la Rambla, perdió una rama de 200 kilos hace dos años por un golpe de calor. Aunque por fortuna o por ser un ejemplar catalogado se libró de fiebre exterminadora municipal.