Opinión
En el nombre de los nuestros
En el Museo del Prado, hay una extraordinaria Adoración de los Pastores, obra del maestro de dibujo de Felipe IV, Juan Bautista Maíno. Destaca el trazo nítido del pincel y la ternura de san José besando el brazo del Niño Jesús, pero sobre todo un aire de melancolía que, como el relente de la noche, impregna toda la escena. A los pies de la cuna, bajo la mirada de los ángeles, un pastor ofrece maniatado el cordero pascual, la víctima sacrificial. De algún modo, en todo nacimiento se prefigura también la muerte, el dolor y el sufrimiento; y, en el cuadro de Maíno, ese recelo se concreta en un presagio de la Pasión, en una tenue capa de tristeza que sólo puede percibirse en la intimidad de la noche.
Contemplaba detenidamente este cuadro junto a unos amigos, mientras tenía lugar la primera sesión de la investidura de Pedro Sánchez. Las calles circundantes al Congreso de Diputados permanecían cerradas con un despliegue policial sin precedentes. Durante un momento, no pude dejar de pensar en estos extraños paralelismos: el corazón de Europa palpitando en las salas del Prado y la actuación grotesca del poder en las calles de Madrid. A su vez, la política actual nos invita además a reflexionar sobre el mundo de ayer y a preguntarnos por qué han salido mal tantas cosas. Se diría que los tiempos han mutado. Y el cuerpo político también.
Es cierto, por otro lado, que nada hay en nuestra experiencia que pueda considerarse como excepcional. Dicho de otro modo: todos los países tienen, o han tenido, sus rarezas. Ni las dictaduras ni las guerras civiles son privativas de España. Nuestra Constitución se inspira en la mejor tradición occidental y, de hecho, Gregorio Peces-Barba insistió en que recibiera aportes de todo el continente. El ingreso en la Unión nos ancló en un horizonte moral muy determinado que ejemplifica las mejores cualidades de la democracia. El veneno de los nacionalismos parecía formar parte de nuestro bagaje histórico, al igual que el comunismo. Sin embargo, la derecha y la izquierda compartían una misma querencia centrista: desarrollo del Estado del Bienestar, gradualismo político y defensa del equilibrio presupuestario. Todo esto estalló a la vez en distintos países —de ahí también la melancolía—. De repente, en nuestro mundo postsecular, se fracturó el cuerpo político y los antiguos amigos empezaron a verse como enemigos. Los demonios de la identidad dieron paso a las retóricas del populismo. Los avances en la prosperidad económica se ralentizaron, hasta el punto de que se empezaron a agrietar en los lugares más inesperados. En un texto profético de finales de los años ochenta, Christopher Lasch habló de una «revuelta de las elites»; pero las transformaciones iniciadas iban mucho más lejos. Como en la pintura de Maíno, la expansión del constitucionalismo liberal fue cebando una especie de víctima sacrificial, que terminó hiriendo a la propia democracia representativa. La esperanza de la sociedad, sus valores y virtudes, quedaron ocultos bajo el pesado ropaje del resentimiento y bajo la hipnótica mirada de la melancolía.
En efecto, nada hay de singular en la experiencia española. O quizás sí: tal vez una cuestión de hábitos, de costumbres, y, en última instancia, de respeto civilizatorio. Pero, incluso en estos casos, deberíamos ser prudentes en nuestras apreciaciones. En ningún lugar está escrito que la Historia siga un trazado lineal. El óxido que corroe la vida pública —con distintos grados de intensidad, sin duda— no determina por completo la realidad. El futuro depende tanto de nuestro sentido de la responsabilidad como de la demagogia que tenemos que derrotar. No podemos aceptar el juego perverso de la polarización. Ni siquiera en el nombre de los nuestros.
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