escrito sin red
El estado de ánimo
No dispongo de los datos estadísticos sobre el estado de ánimo de la sociedad española hoy. Pero barrunto que no son muy prometedores. Dirán que es la visión de un pesimista, y puede que lo sea, pero a veces los pesimistas aciertan; en general, son más beneficiosos para la sociedad que los optimistas, que tienden, pensando que las cosas van a ir bien, a subestimar los riesgos de las iniciativas que emprenden. Por regla general los optimistas confían en medidas sociales para alcanzar mayores cotas de bienestar y suelen identificarse con posiciones de izquierda. Los pesimistas apuestan por desconfiar de la naturaleza humana y son catalogados de conservadores, o incluso, de reaccionarios. Pero eso son estereotipos que no siempre se avienen con la realidad, que es compleja y los papeles a menudo se intercambian. La izquierda acostumbra a postular que el humano nace como un libro en blanco, una tabla rasa en la que poder escribir los renglones de una sociedad mejor donde el ser social determina la conciencia, que el hombre nace bueno y es la sociedad la que lo corrompe, por lo que hay que cambiarla. La derecha opina, por el contrario, al son de Kant, que del fuste con el que está hecha la humanidad no puede construirse nada completamente recto; que los instrumentos sociales para borrar las desigualdades conducen inexorablemente a la pérdida de libertades. La derecha liberal, que sitúa a la libertad como el valor supremo se enfrenta con la cada vez más evidencia científica del determinismo que pone en cuestión el libre albedrío.
La socialdemocracia europea ha sido el invento político que ha pugnado con éxito por aunar libertad con intervencionismo estatal tras la Segunda Guerra Mundial. Pero Europa ha pagado un precio no menor. Como dice Lamo de Espinosa, las naciones del Viejo Mundo se replegaron en sí mismas y han consagrado sus inmensas energías a crear una prosperidad sin grandeza y a cultivar un hedonismo sin pasión y sin riesgos. De ahí la fascinación que ejerce sobre sus multitudes el pacifismo, no como una doctrina revolucionaria, sino como una ideología negativa. El hundimiento de la URSS pareció ratificar el diagnóstico de Fukuyama en El fin de la historia, disparó el optimismo en un mundo kantiano regido por las normas del derecho. Empezaba la globalización que debía, gracias al comercio mundial, asegurar la paz y elevar el bienestar de todos los países. En España vivimos el momento dulce de la Transición, que se vivió como un nuevo comienzo, sin los traumas de las guerras civiles del XIX y de la II República, la Guerra Civil y la larga noche de la dictadura de Franco. El primer gran eslogan del PSOE fue precisamente «socialismo es libertad» que caracterizó a esta fuerza política durante los años ochenta como un socialismo liberal. Pero con el argumento de una judicatura en buena parte franquista empezaron a demolerse las reglas de la separación de poderes y su concentración en las cúpulas partidarias que han dado lugar a la larga al deterioro del sistema político. Pero la atmósfera social en los ochenta era optimista y la Transición una hazaña política que asombró al mundo. Hitos de aquellos años fueron el Mundial de fútbol y la entrada de la OTAN en 1982; el Tratado de adhesión a las Comunidades Europeas en 1986; la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992. Se completó un esquema radial de autopistas y el tren de alta velocidad. Los centros de salud cambiaron la atención sanitaria y la ley de educación extendió la enseñanza obligatoria hasta los dieciséis años. Todo empezó a cambiar entonces, cuando la corrupción tiñó con colores sombríos los últimos años del Gobierno de González. Y sombría fue la época del nuevo presidente. Aznar no modificó la estructura institucional diseñada por el PSOE, privatizó las principales empresas públicas en las que situó a sus amigos; a través de Telefónica intentó controlar los medios de comunicación para enfrentar el poder de Prisa; cebó una burbuja inmobiliaria que disparó el empleo y preparó el terreno para la Gran Recesión de 2008 con Zapatero.
Todo empezó a hundirse con los atentados yihadistas del 11S. La historia volvía a hacerse presente y con ella la guerra. Volvía la verdad de la historia, la voz de Tucídides argumentando con rotunda claridad y despiadada lógica que «la ley según la cual el débil tiene que someterse al fuerte no es un producto del arbitrio humano, sino una ley natural que existe y obra desde siempre; la ley de la fuerza, que no se somete a ningún derecho supuestamente ideal, es el fundamento de la política y la historia. Podemos sentirlo como cruel y brutal; pero es así, y el que crea poder rebelarse contra ello será aplastado». Los atentados de Madrid de 2004 conmocionaron España y las mentiras de Aznar sobre su autoría (temió ser acusado de propiciarlos por su alianza con Bush y Blair en la guerra de Irak tras la intervención americana en Afganistán) propiciaron la victoria de Zapatero. Con este último se entró en una revisión de los postulados de la Transición, en una reivindicación de la II República con la ley de Memoria Histórica, el pacto del Tinell para hacer un cordón sanitario a la derecha y un nuevo estatuto de Cataluña desmochado por el Tribunal Constitucional. La globalización entró en crisis. Los problemas, cada vez más globales, no podían ser resueltos con instrumentos locales.
La incapacidad de Zapatero para enfrentar la Gran Recesión de 2008 supuso una vuelta de tuerca social y económica que acabó definitivamente con el optimismo de los ochenta e hirió de muerte al sistema político del 78. Los nuevos actores surgidos del 15M y la huida hacia adelante del nacionalismo catalán culminada en 2017 propiciaron, ante la incompetencia de Rajoy, el despegue de Vox, certificaron el inicio de una etapa de colusión de un PSOE dirigido por Sánchez con la extrema izquierda y el independentismo, caracterizada por la polarización política, el sectarismo y el achique del espacio de centro político. El pesimismo sobre el futuro arraiga no sólo entre mayores. El desastre educativo, la emancipación tardía, el coste de la vivienda, los bajos sueldos, lastran a unas generaciones jóvenes que sólo vislumbran un futuro de precariedad. El pulso social más bajo en cuarenta años y cinco años.
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