Desasosiegos
Ese pequeño desasosiego cuando te palpas el bolsillo del pantalón y no están las llaves. Ese segundo de desazón que te amarga el café hasta que caes en la cuenta de que está en otro bolsillo. Son los microinfartos cotidianos, dónde habré puesto mis calcetines favoritos. Ganamos para sustos siempre que sean así de pequeños. Vivir es tener miedo: a ver si arranca el coche, a ver qué me dice el fontanero, a ver si el albañil viene al fin esta tarde o ya en 2045. Que tengas un día tranquilo, suele decirme un veterano corresponsal electrónico. Y da en la clave: la tranquilidad es un lujo. No hay que confundirla con el muermo de un cartujo o con estar encerrado. Que ya ni por esas: esos pitidos desasosegantes del móvil, a ver quién es ahora y qué quiere. Llamamos con algo de miedo a nuestro restaurante favorito: «A quién se le ocurre reservar cinco días de antelación, hombre de Dios, si quiere venir tiene que ser a la una y cuarto». Perdonándote la vida. No hablamos del susto a la analítica, que eso son palabras mayores. Como colesterol. No, hablamos de miedos más pequeños que sin embargo pueden devenir en grandes: verás tú que no he apagado la vitrocerámica. De miedos pequeños que unidos unos a otros nos pueden dar el día o fastidiarnos la mañana. Verás tú que no hay aparcamiento. Creo que no quedan manzanas, con lo que me apetecen. Aunque hay días en los que la mente funciona mejor y se centra en asuntos muy diversos sin dejarse arrastrar por esos asuntillos lacerantes. Todo esto puede convertirse en trastornos obsesivos, sí, y entonces hay que acudir a un especialista. A un especialista en viajes al Caribe que te programe una escapada para olvidarte de todo. Claro que a ver cómo conjuras el miedo al avión. O a que te toque un brasas al lado nueve horas. Antaño era distinto: esa manía te la quito yo de un bofetón, decían algunas madres cuando el crío o cría manifestaba algún temor menor lloriqueando y de manera caprichosa. Temor a que no hubiera donuts en la tienda de abajo, por ejemplo. A ellas jamás se les olvidaban las llaves. Ni nos parecía que le temieran a nada.
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