Nacionalista desde la cuna, heredero del esfuerzo diario, alcalde respetado, líder del soberanismo municipalista, equilibrista en maromas imposibles y, ahora, asomado al abismo. Su condena ha sido anunciada en pleno debate de la amnistía. No todos le consideran un mártir de la causa.
Pero empecemos por el principio. Los primeros años de la biografía de Miquel Buch (Premià de Mar, Barcelona, 1975) corren parejos a los de tantos votantes que veían en la Convergencia de Jordi Pujol el pal de paller de Cataluña. Cada día, los padres de Buch subían la persiana de su comercio y el crío acudía a estudiar a los Escolapios. En la memoria familiar, un abuelo con problemas por su afiliación a ERC. Un legado ideológico a la que el nieto añadió buenas dosis de osadía: durante un par de años, él y otro amigo se dedicaron a robar la bandera española del Ayuntamiento de Premià la víspera del 12 de octubre. Eso sí, la rojigualda aparecía pulcramente doblada en el buzón de correos de la misma plaza.
A los 19 años, el mazazo: unos problemas repentinos de visión revelaron el diagnóstico de esclerosis múltiple. Una enfermedad que él denomina «compañera de viaje» y que, hasta ahora, le ha tratado con benevolencia. Arrastra secuelas de los primeros brotes, los más agresivos, y va sumando pequeñas lesiones. Si los brotes son leves, evita comentarlos a los suyos. Es decir, a su pareja y a sus tres hijos.
El mismo equilibro entre el orden y la pasión soberanista que aplicó en su juventud al devolver la bandera española ha marcado buena parte de su carrera profesional. Militante de las juventudes de Convergencia desde los 20 años, entró como regidor en el Ayuntamiento de Premià de Mar en 2000. La muerte repentina del alcalde del consistorio, Jaume Batlle, arrollado por un coche en la N-2, convirtió a Buch en alcalde inesperado a tres meses de las elecciones de 2007. Consiguió mejorar resultados e inició un mandato que se alargaría por diez años.
Aunque el compromiso con la independencia de Buch siempre fue firme, su paso por la alcaldía dejó regusto de buen gestor, persona próxima y con más tendencia a tender puentes que no a derribarlos. Buena prueba de ello es el movimiento que realizó en 2012: fichó como gerente del ayuntamiento a la socialista Alícia Romero, actual portavoz del PSC en el Parlament.
Pero aquellos días en los que se barruntaba con la posibilidad de la sociovergencia quedaron barridos por el ímpetu del procés. Y el hombre que hasta entonces había hecho equilibrios entre la fe y el pragmatismo se apuntó a la épica. Como presidente de la Asociación Catalana de Municipios tuvo un papel decisivo en la movilización de los alcaldes soberanistas. Para su gloria queda la imagen de 700 munícipes alzando sus varas en la Generalitat y anunciando su apoyo al 1-O.
Y pronto llegó el gran premio (o el gran marrón). En mayo de 2018 fue nombrado conseller de Interior del Gobierno de Quim Torra. Por delante, el juicio por el 1-O, las barricadas de fuego en las calles, el «apreteu, apreteu» del president, las cargas de los Mossos y las peticiones de destitución. Buch pasó a ser un traidor para los más exaltados.
El equilibrista se tambaleaba y, quizá por la presión, quizá por ceguera mística o por puro trastorno de enajenación colectiva, empezó a desbarrar. En plena pandemia denunció que el Gobierno había entregado a Cataluña una partida de 1.714.000 mascarillas: «Con la historia de los catalanes no se juega», afirmó con especial gravedad. La relación con la caída de Barcelona en 1714 debió de sonar genial en su cabeza. Otra intervención memorable fue cuando argumentó la normalidad de la ayuda del Ejército español en el combate contra un incendio en Tarragona: «Estamos del lado del Ebro, tocando al Estado español, y cualquier ayuda puede ser buena». Ay, esa independencia fantasma.
La justicia ha considerado «sin género de dudas ni ambigüedades» que, como conseller, contrató a un mosso d’Esquadra para que se encargara de la protección de Puigdemont en Bélgica. Por ello ha sido condenado por malversación y prevaricación. A cuenta de la sentencia, el expresident ha tenido a bien anunciar que «España está podrida en sus fundamentos». Seguro que había mejores palabras para trazar acuerdos con el PSOE y Sumar. Buch, como tantos, perdió el equilibrio y atravesó la línea de la legalidad. Ahora se enfrenta a la condena, quizá a la amnistía. También como tantos, tantísimos.
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