La idiosincrasia nacional obliga a que el partido más español imaginable también sea la formación a la que España defrauda con mayor intensidad. Frente a la realidad de un país que le parece sumamente desagradable, y que encima le vota con entusiasmo decreciente, el plan de Vox Tox es salir corriendo a la mínima oportunidad. En algún momento debían ensamblarse el populismo y la telebasura, así que los ultradiputados contemplan el hemiciclo como si fuera un plató de Telecinco. Se arrancan el micrófono, lo arrojan sobre el asiento del director del circo y se afanan a llegar antes al bar de los cubatas.
La realidad se ha confabulado contra Vox Tox, porque suele ser implacable con las causas nobles. Los 33 apóstoles que desahuciaron al Congreso en cuanto escucharon idiomas primitivos, retornaron al redil para saborear el castellano melifluo del PP. Cuál no sería su sorpresa al contemplar a Borja Sémper pronunciándose en una lengua ignota pero impropia de Cervantes, hablando en euskera más tiempo que Bildu. Los salvadores impolutos de Vox Tox tuvieron que salir de nuevo a la carrera para no contaminarse. Los ultradiputados no cobran dietas, las sudan.
Cada vez que la derecha casi ha logrado convencernos de la debilidad de sus hipotecas con el vecino radical, Vox Tox aporta argumentos irrefutables a los conservadores regionalistas para no apoyar a Feijóo. La única incógnita establece ahora mismo cuántas veces saldrán del Congreso los diputados de la extrema derecha moderada, durante el discurso de investidura del candidato del PP. Incluso es posible que se tropiecen con congresistas de afiliación antagónica, espantados también por el candidato. Se hará imperativa la señalización de los pasillos de la cámara, con la instalación de semáforos para regular el tráfico de los fugitivos. Vox Tox practica el running con lanzamiento de auriculares, en un conato de violencia auditiva, Sánchez finge que no ha oído nada. Debe haber países menos complicados, pero no son éste.