Y sucedió que el día se hizo noche y la noche, día y el vencedor perdió y el perdedor salió victorioso y lloraron los arúspices después de semanas de leer presagios errados en vísceras de pájaros muertos.
Después del sueño electoral agitado, cuando España despertó el dinosaurio todavía estaba allí... como una condena mitológica, está detrás de todo el encabronamiento político que agita los últimos años de la democracia y la mantiene en tensión desde los primeros. Siempre está ahí el nacionalismo ahora independentista. Después de acribillar la democracia durante treinta años desde Euskadi con los crímenes de ETA el sentimiento encontró su relevo en las maniobras independentistas catalanas que acabaron en un delito que entonces existía.
Por más que se empeñe la derecha cacerola, tan inquieta en Madrid, ETA ya no existe y Txapote no vota PSOE. Es cuestionable el tratamiento ansiolítico de Pedro Sánchez en Cataluña, pero no se puede ir por la democracia de partido de Estado y renunciar al contacto con dos territorios sólo porque allí sus electores no dan escaños.
Lo mejor que podría hacer ahora Alberto Núñez Feijóo es aprovechar el conocimiento de haber gobernado un territorio autonómico de fuerte identidad para establecer como líder del PP o como presidente del gobierno —si fuera— relaciones con Euskadi y Cataluña en lugar de arrimarse a Vox, que quieren atrasar el reloj autonómico para volver a un estado centralizado de una manera que, no importa si es mejor o peor, sencillamente no es posible.
El dinosaurio sigue allí en la más triste de las paradojas del resultado electoral. Los nacionalismos han perdido voto respecto a los partidos nacionales, pero el resultado de Junts es más valioso que nunca y será administrado por el fugado de la justicia Carles Puigdemont, con su cartera de agravios políticos y personales. A Pedro Sánchez también le han puesto más caras las soluciones porque el estupendo resultado de su partido en Cataluña tiene más valor. Cuanto mejor es, peor parece porque es más difícil.