Mallorca ha sido desbancada por Eivissa en cuanto a tierra de acogida de artistas plásticos. Si Palma fue la casa durante décadas de Joan Miró, la localidad ibicenca de Sant Josep ha inventado la fórmula de los talleres-estudio para atraer a una nube de pintores, escultores y otros creativos. La pena es que esto es una falsedad.
Hacía tiempo que en Balears no vivíamos una operación anticorrupción, con arrestos, registros y visitas a instituciones en busca de pruebas. Entre 1995 y 2015, aproximadamente, las islas vivieron una intensa actividad contra las tramas de corrupción. Un valiente grupo de policías, guardias civiles, jueces, fiscales y funcionarios de Hacienda decidieron trabajar al unísono para extirpar los cánceres que infectaban ayuntamientos, consells insulars, consellerias del Govern y todo tipo de empresas públicas. Se hizo un buen trabajo. Algunos intocables, como Jaume Matas, Maria Antònia Munar y José María Rodríguez acabaron en prisión. No todos tuvieron el mismo castigo.
Volvió la calma. Surgieron nuevos casos sospechosos, aunque apenas se produjeron operaciones espectaculares. Parecía que el mal había desaparecido.
A mediados de junio la Guardia Civil detuvo a seis personas como sospechosas de delitos urbanísticos y sobornos en torno al consistorio de Sant Josep. Entre los arrestados hubo un político (el entonces alcalde socialista en funciones Ángel Luis Guerrero); técnicos (abogados y arquitectos) y empresarios.
Veintitrés años después hemos revivido el caso Andratx, un sumario que permitió desmantelar las redes delictivas en torno a la edificación en áreas protegidas y suelo rústico y a las licencias irregulares para camuflar excesos de volumen.
En la causa sobre la localidad mallorquina figuraron como acusados casi los mismos que ahora: técnicos, funcionarios, empresarios y políticos. También hubo particulares.
Aquellas diligencias nos permitieron descubrir algunos ingeniosos trucos para vulnerar la Ley. Así para camuflar un flamante chalé como si fuera una instalación agrícola-ganadera se alquilaban ponis u ovejas. Los animales se instalaban en un salón de estar, que se decoraba, con un poco de paja. Venía el celador y certificaba que aquello era una cuadra. Pasada la inspección, caballitos y ovejitas desaparecían.
Otra treta consistía en buscar casas de aperos en ruinas en el campo, desmontarlas y trasladarlas al terreno rústico que interesaba urbanizar. Se alegaba que eran antiguas barracas de roter. Aquel teatrillo colaba.
En Sant Josep, donde cualquier edificio vale un potosí, inventaron, hace años, otro «milagro». Había unos solares de uso comercial y, por tanto, no se podían levantar casas residenciales. ¿Qué se les ocurrió? Promocionar 64 estudios de uso comercial y 38 locales-taller. La idea era que un ejército de creadores comprara esos talleres, alumbrara obras magníficas y, de paso, viviera en el mismo lugar.
El plan era copiar a Joan Miró, que habilitó su lugar de trabajo junto a su casa palmesana de Son Abrines. Eivissa iba a tener más de 100 Joan Miró a la vez.
La realidad es que allí nunca ha habido artistas. En cambio los «locales» fueron vendidos como residencias de lujo, con vistas al mar. No tenían cédula de habitabilidad. Daba igual.