El legado de los conservadores

Antonio Papell

Antonio Papell

Los demócratas norteamericanos han tenido que hacer importantes concesiones para que los republicanos accedieran a elevar de forma rutinaria el techo de la deuda USA; de no haberse permitido este incremento de déficit, el Estado hubiera quedado aparatosamente sin recursos, por lo que la capacidad de presión de la derecha era considerable. Felizmente, el diferendo se ha resuelto, no muy favorablemente para los intereses de los votantes progresistas de Biden, y continúa flotando en el aire el argumento utilizado por los herederos de Trump: es sumamente preocupante la carga de deuda que estamos traspasando a nuestros hijos. No hace falta decir que esta reflexión también ha circulado por España profusamente y los dos grandes partidos la han arrojado con frecuencia a la cara de su adversario. Lo cierto es que en 2008 la deuda española era del 40,3% del PIB, luego subió vertiginosamente hasta el 119,9% en 2020, y ya ha comenzado a descender, hasta llegar al 113,1% en 2022.

Ante la conducta moralizante de los republicanos USA, el Nobel de Economía Stiglitz ha abordado el asunto en un espléndido trabajo, «Nuestra deuda con las generaciones futuras», publicado en la prensa internacional y en el que asegura que «nadie discute que tenemos la obligación de pensar en las generaciones futuras. La verdadera pregunta es qué políticas y compromisos fiscales actuales servirán mejor a los intereses de nuestros hijos y nietos. Visto desde esta perspectiva, es claro que son los republicanos los que están exhibiendo una indiferencia temeraria por las consecuencias de sus acciones».

El asunto es tan grave que no puede reducirse a una simple comparación contable. Lo relevante no es la cuantía del déficit sino la composición de este. «Cualquiera con buena fe económica sabe —explica Stiglitz— que siempre hay que mirar a ambos lados del balance. Lo que realmente importa es la diferencia entre activos y pasivos. Si la deuda aumenta pero los activos aumentan aún más, el país está mejor, y también lo estarán las generaciones futuras. Esto es cierto tanto si invierte en infraestructuras como en educación, investigación o tecnología. Pero aún más importante es el capital natural: el valor de nuestro medio ambiente, agua, aire y suelo. Si nuestro aire y agua están contaminados y nuestro suelo está corrompido, estamos traspasando una carga insoportable a nuestros hijos».

En otras palabras, la deuda financiera tiene una trascendencia indiscutible pero no vital, ya que de ella no depende de nuestra supervivencia. Es, como dice Stiglitz, «algo que nos debemos unos a otros. Se trata de pedazos de papel que se pueden bajar para ajustar los derechos a los bienes y servicios. Si no pagamos nuestra deuda, nuestra reputación se verá empañada, pero nuestro capital físico, humano y natural permanecerá sin cambios».

La «deuda ambiental» es diferente. Si por razones de mera ortodoxia monetarista decidimos no invertir lo necesario en preservar el medio ambiente, en detener el al calentamiento global y en revertir una contaminación que produce el efecto invernadero al mismo tiempo que destroza nuestros pulmones, no hay duda de que el mundo que dejaremos a nuestros hijos será mucho menos habitable que el que nosotros recibimos de nuestros padres. El recalentamiento máximo previsto en el tratado de París ha sido ya sobrepasado y avanzamos raudos hacia temperaturas promedio que harán inhabitable una gran franja ecuatorial del planeta y provocarán una subida de varios metros del nivel del mar.

Así las cosas, es dramático constatar que el Partido Popular Europeo está intentando que fracase la ley para la Restauración de la Naturaleza que la Comisión Europea está planeando para proteger la biodiversidad de los ecosistemas marinos y terrestres; se trata de reparar el 80% de los hábitats degradados, una quinta parte de ellos antes de 2030. Las fuerzas conservadoras europeas, que ya aplicaron durísimas políticas de austeridad a la crisis de 2008, están ahora empeñadas, con la extrema derecha al frente, en desacelerar la legislación medioambiental. Al parecer, su espíritu reaccionario no es capaz de aceptar que la obligación principal de las generaciones actuales es evitar que las futuras tengan que desenvolverse en escenarios dantescos que pueden acabar incluso provocando la extinción de la especie.

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