Dentro de una burbuja democrática

Salvador Macip

Salvador Macip

Las elecciones son la fuerza del sistema democrático porque, periódicamente, nos recuerdan que, en esta forma de gobierno, el poder es del pueblo, que puede elegir libremente a los representantes que lo ejercerán en nombre suyo. Pero, a veces, el anuncio de un nuevo llamamiento a las urnas es más bien desalentador, porque nos vuelve a poner ante el dilema de escoger políticos de entre un plantel que nos apetece poco.

La inestabilidad crónica de los gobiernos recientes, el lento recambio de líderes, el retorno de los populismos que enfangan los debates, la incapacidad de establecer pactos incluso con quienes piensan de manera parecida o la carencia de espíritu negociador, que es la base de una buena democracia, hacen que votar se haya convertido en un trauma que se tiene que pasar cuanto antes mejor, y deseando que las cosas no empeoren aún más.

Las elecciones son también el punto débil de la democracia, porque aunque los humanos somos, en principio, seres eminentemente razonables, cuando nos juntamos en una masa podemos tomar decisiones poco lógicas, y esto nos hace susceptibles a todo tipo de desastres potenciales. Recordemos que las urnas han servido para encumbrar a dictadores como Hitler o a incompetentes como Trump. Podríamos argüir que el verdadero peligro para la democracia es este populismo que, usando el viejo truco de ofrecer duros a cuatro pesetas, continúa y continuará engañando a los ingenuos que no lo ven venir o a los desesperados que creen que existen soluciones inmediatas a sus problemas.

Pero eso no explica por qué, cuando estos personajes tóxicos ya han conseguido el objetivo de mandar y demuestran su verdadera naturaleza, la gente los sigue votando. Sin ir demasiado lejos, Erdogan recibió suficiente apoyo en las recientes elecciones para validar la deriva autárquica que está imponiendo a la cada vez menos democrática república turca.

Es cierto que, una vez llegan al poder, los tiranos y oligarcas disponen de las herramientas para perpetuarse, como las que les permiten controlar y maquillar la información que llega al pueblo. Por ejemplo, las decisiones de Vladímir Putin o de Xi Jinping tienen una pinta muy diferente si las describen los medios afines al régimen o los observadores más o menos imparciales. Además, las redes sociales han añadido una dimensión a la clásica manipulación de los datos, actuando, por un lado, como amplificadores y blanqueadores de la versión oficial y, por otra, como la última esperanza de los opositores de liberar la información para que llegue a todos los rincones. La guerra mediática en la arena política se ha trasladado al entorno digital.

En este contexto, se ha hablado mucho de la influencia que puede ejercer en las elecciones propias y foráneas aprovechando la vulnerabilidad que genera estar enganchados a la interacción permanente con amigos y desconocidos a través de Twitter y plataformas similares. ¿Somos víctimas de algoritmos malignos que, sutilmente, nos empujan hacia una opción política determinada? Seguramente no sabremos nunca qué papel jugaron los bots rusos en la llegada de Trump en la Casa Blanca. Algunos consideran que fue capital, pero puede que estemos eligiendo la opción fácil de culpar a los otros de las malas decisiones que tomamos como sociedad.

Precisamente un estudio publicado en la revista Nature hace unas semanas llegaba a la conclusión, después de analizar la actividad online de un millar de personas durante las elecciones de 2018 y 2020 en Estados Unidos, que no son las burbujas que fabrican los algoritmos de Google las que distorsionan la visión de la realidad reforzando nuestras ideas en vez de ofrecernos un abanico más amplio, si no que somos nosotros mismos, conscientemente, quienes rehuimos puntos de vista que no validen el nuestro. Somos nuestro propio filtro, no hace falta que la inteligencia artificial nos ponga anteojeras.

Como sostenía recientemente el periodista americano Bret Stephens en un artículo en The New York Times, citando al filósofo francés Jean-François Revel, una parte importante de todas las sociedades está formada por gente que desea activamente la tiranía, gente que también vota. No nos debe sorprender, porque somos una especie que monta estructuras sociales basadas en castas. La democracia es el intento más efectivo, hasta ahora, de huir de este imperativo biológico, y ya vemos que su salud es frágil. Hasta que no encontremos uno mejor, esperamos que aguante lo suficiente como para frenar el avance de las nefastas alternativas que nos quieren catapultar a la oscuridad de tiempos pretéritos.

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