Desperfectos

Caudal de promesas sin cumplir

Valentí Puig

Valentí Puig

Intriga saber qué va a prometer Pedro Sánchez de cara al 23J, sobre todo después de las megapromesas que precedieron al voto del 28M. Es el talón de Aquiles de los políticos que aspiran al título de líder transformacional. En realidad, las grandes promesas son el brillo pasajero de cada elección y sería muy saludable fijar procedimientos para que, en primer lugar, se hagan siempre con la debida cuantificación presupuestaria y, en segundo lugar, para que su incumplimiento flagrante pueda, de alguna manera, ser sancionado. Es otro modo de incentivar el pluralismo competitivo y el rendir cuentas. De lo contrario, habrá más ciudadanos que, por mucho que prefieran sentirse ilusionados por las promesas incumplibles, acabarán siendo los que menos confían en la democracia.

La pérdida de confianza en la política no se alivia prometiendo lo que sea sino con rigor, aunque no pocos votantes quieren ser engañados. Existe una credulidad democrática que no es exclusiva de la ignorancia. Prometer solidaridad, empatía, máxima igualdad, vivienda para todos o la salvación del alma corresponden a una vieja política que también practican las nuevas demagogias.

Las triquiñuelas de antiguo caciquismo hoy se reinventan en Twitter, propugnando derechos que son irreales. Desde prometer piscinas sin pensar que hay que llenarlas de agua a presentarse como salvadores del planeta Tierra, el catálogo de promesas incumplibles ha llegado ahora al emocionalismo como placebo de la fatiga democrática. Pedirle al Estado de bienestar que lo cure todo impide exigirle que funcione con racionalidad. Hay quien juega al escondite con el prestigio de las instituciones. Ya dijo Maquiavelo que aquel que engaña siempre encontrará a quien se deje engañar.

Casa, radio, coche

En la espléndida novela Todos los hombres del rey, Robert Penn Warren presenta a un turbulento demagogo norteamericano, inspirado por la personalidad de Huey Long. Todopoderoso en Luisiana, Long prometía a todos una casa, radio, coche y un cheque de 2.000 dólares. También propuso un impuesto a los más ricos. Ganó siempre de calle. Ahí queda el vistoso escaparate de los líderes populistas, abarrotado de promesas incumplidas, a cuenta de un dinero público que no está en ninguna parte.

Desde antes de la evaporación política del sentido común, las promesas imposibles ya socavaban la credibilidad de una democracia. Se comienza por prometer algo que incluso el votante más fiel sabe que es incumplible y se acaba en el ritornello de que todos los políticos son iguales. Tal vez algún día se presente un partido político con un programa electoral que explique de qué modo son hacederas sus promesas, a qué coste, con cargo a qué partida o, en su caso, si requerirán una mayor carga fiscal.

Reaparece de vez en cuando la propuesta del programa-contrato electoral cuyo cumplimiento pudiera ser fiscalizado -por ejemplo- por una autoridad independiente. Con promesas veraces, la democracia, imperfecta por naturaleza, puede ajustar las expectativas a la realidad, acotar la demagogia y afinar la fiscalización de los poderes e instituciones. De lo contrario, crece la masa abstencionista, proliferan los extremos. Es campo abierto para la superstición política. A este paso, resucitaremos tabús y nos pondremos a apedrear chivos expiatorios.

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