La ultraderechita cobarde

En Vox ha aflorado una repentina timidez, a la hora de reclamarle al PP las cuotas del botín compartido que le corresponde tras las victorias del 28M

Santiago Abascal.

Santiago Abascal. / FERNANDO VILLAR

Matías Vallés

Matías Vallés

La «derechita cobarde» es la denominación que Santiago Abascal esgrimió contra Pablo Casado, tan rápida e injustamente olvidado. El líder de Vox, partido que paradójicamente adolece de un liderazgo a la altura de la ultraderecha moderada, agravó con posterioridad la descalificación a «derecha cobarde». El diminutivo fue amputado tras las andanadas recibidas del entonces presidente del PP, con motivo de la primera moción de censura.

El siempre pulido Borja Sémper reclamó «derechita cobarde», que parece el título de una canción de Eurovisión inspirada por Pimpinela, para asestarlo a Vox como un bumerán, con ese aire de los insultos perfumados que se formulan bajo la admonición de que «no tengo nada que ver con los mastines que te voy a enviar a continuación». En fin, la timidez sobrevenida de la extrema derecha mejor puntuada de la democracia tras el 28M obliga a plantearse la calificación de «la ultraderechita cobarde».

Desde que se conoció el éxito de la derecha en las locales y autonómicas, en Vox afloró una repentina alergia, a la hora de reclamarle al PP las cuotas del botín compartido que les corresponde tras el 28M. Este tesoro se halla desglosado en importantes capitales de provincias y en media docena de autonomías. La tibieza de la formación de Abascal fue aprovechada por la picaresca de candidatos del PP adiestrados en la hegemonía, y que operaban bajo la fabulación bipartidista de que disponían prácticamente de mayorías absolutas. O como todavía insiste Feijóo, los populares se desenvuelven bajo el embrujo de «la mayoría suficiente».

La única mayoría suficiente consiste en la mitad más uno de los escaños disputados, todo lo demás son regalos graciosos de partidos que tienen en poca estima su supervivencia. Diez días después de las elecciones, Vox despertó abruptamente a la evidencia de que la ultraderechita cobarde se veía estafada por la derechita cobarde de toda la vida, sin agradecer siquiera los servicios prestados en las investiduras. Hay candidatos del PP a gobernar que no han pronunciado todavía la palabra V-O-X», tan remisos como si les fuera a provocar un sarpullido, han rescatado al Rajoy de «ese partido del que usted me habla». Al mismo tiempo, dan por descontados los votos de los réprobos a su derecha, fruto de la voluntad coaligada de centenares de miles de personas que antaño fueron votantes habituales de los populares.

La doctrina del «cordón sanitario» a la ultraderecha moderada, que no se ha respetado en las 18 votaciones a favor de la Familia Real formalizadas en el Congreso por el arco Vox-PP-Ciudadanos-PSOE, se completa con el teórico «cordón mediático». De ahí el estupor que todavía conlleva el trato a Vox como un partido más, con su lógica de funcionamiento interno y con un peligro de extinción que se acentúa con el abstencionismo rampante que adoptó tras el 28M. Por cierto, y a la hora de expulsar a siglas del debate, ¿cuál es el partido con más condenados por corrupción, y por tanto con un mayor número de infracciones indeseables a los usos democráticos?

El PP se negó a la realidad de que ya no se enfrentan partidos aislados, sino bloques, de legitimidad compartida. El error de la ultraderechita cobarde inhibida en los pastos postelectorales consistía en imaginar un desgaste de los gobiernos populares, que no arrastraría a las expectativas de Abascal. Esta plataforma de análisis es errónea, porque Vox no puede ejercer de oposición a Feijóo. Los ultraconservadores han capitalizado el odio desaforado a Sánchez, quedan absolutamente desactivados una vez que la derecha se instala en La Moncloa.

El PP cree haber utilizado a Vox como la liebre de las carreras atléticas, que le sirve de referencia frenética antes de caer exhausta a mitad de la prueba. Abascal prefirió viajar a Hungría antes que consolidar sus logros autonómicos y locales. Hace bien en mirarse en Viktor Orbán, pero solo como objetivo inalcanzable. Su pájaro en mano es la ampliación lo antes posible del modelo de poder compartido en Castilla y León, donde la derecha amplió sus márgenes el 28M, frente a los gabinetes en solitario que acarician los populares. Y conste que se habla aquí del poder en abstracto, donde Bildu y Vox son socios posibles aunque indeseables. En la voz sabia de Bill Clinton, «la política es gobernar».

Aunque reclame un patriotismo singularísimo, Vox puede escarmentar en su despreciada cabeza ajena. Las encuestas más favorables señalan su declive el 23J, con una reducción sustancial de los 52 diputados actuales. La automarginación no le garantiza un decaimiento al ritmo de Podemos, sino un hundimiento al estilo de Ciudadanos.

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